Siria: Cuando Estados Unidos dijo NO a la guerra

Por: #BorderPeriodismo

Por Marc Wortman (The Daily Beast)

Una guerra extranjera con miles de muertos, y unos Estados Unidos que no deseaban intervenir. Cuando el presidente Roosevelt intentó luchar contra los nazis, su païs le dijo que no. Marc Wortman traza los paralelos entre el llamado a la acción de Obama en Siria y aquello que podría aprender de Franklin Delano Roosevelt.

Hoy sabemos que la Segunda Guerra Mundial fue la “guerra buena”. E incluso antes de que la hostilidades comenzaran el primero de septiembre de 1939, el presidente Franklin Delano Roosevelt esperaba que los Estados Unidos quisieran verse envueltos en el terrible conflicto en Europa e incluso en Asia. Pero sus muchos oponentes hicieron todo lo posible para que el país jamás se viera envuelto en una lucha que habían caratulado como “la guerra de Roosevelt”.

Sea o no exitosa la reunión de hoy en Ginebra entre Estados Unidos y Rusia («Una solución pacífica es claramente preferible a una reacción militar… es muy pronto para decir si estos esfuerzos tendrán éxito», dijo prudente Kerry, después del encuentro en una conferencia de prensa) el presidente Obama podría mirar hacia el pasado y contemplar la amarga lucha de su predecesor. Sería un buen recuerdo de hasta qué punto hemos olvidado que ir a la guerra no es solamente la decisión del comandante en jefe.

Después de que los blitzkireg nazis arrasaron Europa Occidental, los Estados Unidos observaban con angustia cómo una pequeña nación detrás de otra caían bajo los ataques del ejército alemán y sus aliados del Eje.

También conocían las atrocidades que los alemanes cometían contra los civiles de los territorios conquistados, especialmente contra los judíos y otras minorías étnicas, muy similares a las terribles imágenes que nos llegan de los ataques con gas y asesinatos en Siria. Finalmente, los aliados más cercanos de los americanos, los británicos, marcharon hacia el continente, ocupando playas para anticiparse a una inminente invasión a través del Canal de la Mancha al tiempo que perdían a miles de jóvenes cuando más de 1.500 bombarderos alemanes incineraban Londres.

En aquellos momentos, Roosevelt trataba de llevar adelante un riesgoso acto de equilibrismo a gran altura. Estaba convencido de que los océanos jamás mantendrían a las potencias del Eje fuera del hemisferio occidental. Pero tenía que enfrentarse al pueblo americano que, como hoy, desconfiaba de ir a una guerra extranjera veinte años después de las pérdidas que sufriera en la Gran Guerra, en el mismo Viejo Mundo y con los mismos enemigos.

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Pocos en los EE.UU. Estaban dispuestos a dispensar más sangre y dinero en lo que parecía ser uno más de los eslabones de la cadena, aparentemente sin fin, de las guerras europeas. Y, como hoy,. Muchos americanos se sentían angustiados por la marcha de su propia econmía como una nación que apenas estaba saliendo de los trastornos causados por la Gran Depresión.

Al intentar enviar ayuda militar a sus aliados británicos, Roosevelt encontró una furiosa oposición en las calles, la prensa y el Capitolio. Aunque los opositores de FDR en la cuestión bélica provenían de todos los sectores políticos, los Republicanos conformaban el bloque más grande.

Medían la cuestión de la respuesta americana a Hitler como un asunto contrario al New Deal -algo que, estoy seguro, Obama puede relacionar también con la actitud de sus opositores de la derecha actual, ese “todo lo que él quiera, yo no lo quiero”.

El senador republicano Robert A. Taft, de Ohio, incrementó la virulencia de la oposición ante el devastador avance de los alemanes sobre el Canal de la Mancha  en mayo de 1940, al decir que “es mucho mayor el peligro de infiltración de las ideas totalitarias por parte de los círculos vinculados al New Deal del que habrá jamás por parte de las actividades de los… nazis”. Incluso a los Demócratas del Oeste les preocupaban bastante poco Roosevelt o el New Deal.

El intento de Roosevelt de aumentar las partidas para el desarrollo de la agricultura, llamado Agricultural Adjustement Act (Acta para el ajuste de la agricultura) habría servido, supuestamente, para que cada agricultor pudiera arar gratuitamente uno de cada cuatro acres. El senador demócrata por Montana, Burton K Wheeler, utilizó el asunto para decir en el recinto en 1941 que cualquier intento por ayudar a los británicos implicaría “arar uno de cada cuatro jóvenes americanos”.

A pesar de tal oposición, FDR logró aunar apenas el apoyo suficiente en el verano de 1940 para instituir la primera acción de reclutamiento en los Estados Unidos durante tiempos de paz. Y en septiembre de ese año, eludió al Congreso y le garantizó a los británicos cincuenta buques de guerra, en un intercambio de destructores por base muy cuestionable desde el punto de vista constitucional.

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Pero estos movimientos para preparar las entonces débiles defensas de los Estados Unidos y equipara a los aliados desataron una tormenta que casi acaban con la posibilidades de reelección del presidente para un hasta entonces sin precedentes tercer mandato. Su oponente del partido republicano, Wendell Willkie, un internacionalista de Wall Street convertido en cruzado del aislacionismo a medida que se acercaban las elecciones, difundión ominosas publicidades quejándose del llamado a la guerra del precisdente para erosionar sus chances incluso en los estados que se consideraban propios de FDR, como Nueva York. Los jefes del partido Demócrata, los líderes sindicales y hasta los editores del New York Times lo dejaron completamente solo.

Roosevelt ganó en el voto popular por un muy pequeño margen, pero la victoria le costó el margen de maniobra para intervenir en las cada vez más terribles guerras en Europa y Asia. Incluso cuando Hitler deglutió Grecia y los Balcanes, una encuesta de Gallup de 1941 indicaba que un sorprendente 83% de los estadounidenses se oponía a la guerra. Observador desde siempre de las encuestas, Roosevelt le dijo a uno de los escritores de sus discursos, Sam Rosenman, “es difícil tratar de liderar, mirar hacia atrás sobre el hombro y notar que nadie te sigue”.

Para mayor tristeza de algunos de sus asesores más proclives a la guerra, como el Secretario del Tesoro Henry Morgenthau y el Secretario de Guerra Henry Stimson -y para pesadilla del pueblo británico bajo sitio- FDR se rehusó a desoir el sentimiento popular. Hacer algo más que incrementar progresivamente la ayuda de guerra o enviar asesores militares no figuraba en sus planes. Como hoy, prometió a los estadounidenses que ninguna bota pisaría suelo extranjero. Para subrayar lo intragable que representaba entonces para los Estados Unidos ir a la guerra, en el verano de 1941, mientras Roosevelt mantenía en secreto su primera reunión cumbre con el Primer Ministro británico Winston Churchill en un buque anclado cerca de Newfoundland, en la Cámara de Rperesentants conseguía detener con un solo voto de margen extender la conscripción de una nueva ola de soldados, dado que quienes estaban cumpliendo servicio militar se preparaban para volver a sus hogares en unos pocos meses.

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Incapaz de mover al paìs hacia una intervención bélica más de a poco y casi clandestinamente, Roosevelt estaba seguro de que, cayera o no Gran Bretaña, los Estados Unidos y Hitler se encontraban ya en curso de colisión. Cuando llegó el ataque japonés a Pearl Harbor y se declaró finalmente la guerra, de algún modo significó una liberación. Ese día de muerte y destrucción finalmente llevó claridad al pueblo americano respecto de la situación política internacional y movilizó a la opinión pública y el Congreso hacia la guerra.

Mientras el presidente Obama busca aprobación del Congreso y apoyo nacional e internacional para una acción en Siria, haría bien en recordar las luchas que tuvo que enfrentar Roosevelt y tener paciencia. Roosevelt, sus amigos y gran parte del pueblo estadounidense reconoció que los intereses nacionales y la seguridad del país se protegerían mejor con una intervención en la guerra mundial. En el fondo, tenían razón. Mucha gente se sintió frustrada, exasperada, y profundamente asustada de que el presidente no desistiera de sus deseos de mandar a la nación a la guerra cuando el pueblo aún no estaba preparado para eso. Pero Roosevelt sostenía el idealismo de que necesitaba ganar un fuerte apoyo popular antes de emprender el ataque contra cualquier otro país. No era solo cuestión de llenar los requerimientos constitucionales: era respecto del tipo de país que los Estados Unidos eran entoces y deberían seguir siendo.

En una carta escrita durante este período a su amiga Helen Reid, Roosevelt articulaba el núcleo de sus creencias. “Gobiernos como el nuestro no pueden cambiar de posición ni tan radicalmente ni tan rápido”, escribió. “Solo puedenn moverse merced a las ideas y el deseo de la gran mayoría de nuestro pueblo. (…) De otro modo, la propia raìz de nuestra democracias (…) se encontraría en peligro de desintegración”. El deseo de lucha del pueblo se encuentra en el mismísimo corazón de la nación estadounidense. En los años que han pasado desde la última vez que el Congreso declaró la guerra, hemos permitido a los presidentes, con enorme lasitud, ignorar la fuerza primordial de la república con terribles consecuencias. Entonces como hoy el pueblo estadounidense sigue siendo el último árbitro y el único que decide cuándo nuestro país debe ir a la guerra.

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