Juan Rodolfo Wilcock: El rescate de un excéntrico

Por: Pablo Strozza

Con la publicación de El caos se vuelve a hacer justicia con este autor, amigo íntimo de Borges, Bioy y Silvina Ocampo, y admirado por Roberto Bolaño. Conocé su increíble historia.

Por Pablo Strozza (@pstrozza)

Morir de un ataque al corazón recostado en su diván, poco antes de cumplir 59 años, el 16 de marzo de 1978, en Lubriano, Italia, mientras leía L`infarto cardiaco, del doctor Alberto Saponaro. Esta forma de dejar el mundo de los vivos bien puede resumir la excéntrica vida de Juan Rodolfo Wilcock. Un argentino que mientras vivió en nuestro país fue un excelso poeta y traductor. Un escritor que, exiliado en Italia, no dudó en adoptar la lengua del Dante para escribir (un caso análogo al de Vladimir Nabokov con su ruso natal y el inglés con el que desarrolló su obra más conocida) y que se destacó traduciendo del inglés al italiano a la perfección a gente como Beckett o Flann O’Brien. Amigo íntimo de Adolfo Bioy Casares, Silvina Ocampo y Jorge Luis Borges; admirado por el chileno Roberto Bolaño; precursor de César Aira. Un desconocido que bien merece abandonar ese mote.

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Más allá que muchos hayan leído Los donguis (cuento incluído en la fundamental Antología de la literatura fantástica de Borges, Bioy y Ocampo) o se hayan cruzado en alguna librería con la edición de tapa amarilla de Anagrama de La sinagoga de los iconoclastas, o en alguna mesa de saldos con el viejo volumen de Editorial Sudamericana de El estetoscopio de los solitarios, el motivo de esta semblanza es la aparición de El caos, un libro de 1960 (su etapa italiana) por el sello La Bestia Equilatera, que coordina Luis Chitarroni, un excepcional editor y escritor (si no leyeron El carapálida, hagan lo posible por hacerlo). La curaduría de esta tercera edición aumentada de El caos es de Ernesto Montequín, un experto en la obra de Wilcock y la persona a cargo de los papeles privados de Silvina Ocampo, quien desde hace años prepara la biografía del escritor.

Los cuentos de El caos dialogan con la idea de Borges del entrecruzamiento entre realidad y ficción, tamizados por un uso de todos los recursos que brinda el género fantástico y una idea de delirio controlado. Entonces, no hay que sorprenderse por la aparición de eunucos enanos, hombres secuestrados por águilas marinas o peronistas que sacrifican opositores con rituales carnavalescos o los cerdos de Los donguis, en una versión que difiere un poco de la nombrada más arriba. “Wilcock es uno de los mayores y más raros (en lo que tiene de revolucionario esta palabra) escritores de este siglo”, escribió Roberto Bolaño al terminar el Siglo XX en un nota incluida en su antología Entre paréntesis, y vaya si tenía razón.

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Y esa rareza en su escritura Wilcock también la aplicaba en su vida privada. Alguna vez Bioy señaló que Carlos Oribe, el poeta protagonista de su relato El perjurio de la nieve, estaba inspirado en “Johnny” (tal como lo llamaban sus íntimos), y que escenas literales incluidas en ese cuento como cuando se narra “Yo siempre trepo a un árbol cuando quiero pensar” o la frase “Fui a ver una silla. No recordaba como eran las sillas” son textuales de Wilcock. Cuentan que su casa en las afueras de Roma era poco menos que una tapera sin muebles, que sólo contaba con un piano y montones de libros amontonados en el piso, y que se vestía con ropa usada y aún así lograba tener la elegancia de un dandy. Su misantropía lo llevó posteriormente a mudarse de Roma a Lubriano, más allá de que contara con la admiración de hombres como Italo Calvino Vittorio Gassman o Pier Paolo Pasolini.

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La Bestia Equilatera promete este año la reedición de El estetoscopio de los solitarios, “una novela con setenta personajes principales que no llegan a conocerse”: esa fue la disparatada descripción de su autor. Mientras tanto, corran a conseguir El caos, y métanse de lleno en la obra de Juan Rodolfo Wilcock. Una vez que se lo lee, no hay punto de retorno, y ese es uno de los mayores elogios que puede recibir un escritor.

 

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