Consumo ético: Cuando tus compras tuercen la historia

Por: Fernanda Sández @siwisi

Cosméticos libres de crueldad, ropa limpia de esclavitud, comida sin trabajo infantil. Cada vez más compradores exigen saber y votan por las empresas éticas. ¿Y vos?

¿Y si supieras que ése encantador adornito navideño que acabás de comprar vale tan poco porque salió de las manos de una nena explotada en China? ¿O que el abrigo de tu hijo es “una ganga” porque salió de las manos de otro nene de su misma edad, atado catorce horas a una máquina de coser? ¿O que esa máscara de pestañas tan linda que te compraste fue testeada en un conejo imposibilitado de cerrar los ojos por días?

Para un creciente número de personas alrededor del mundo, saber de dónde vienen y en qué condiciones fueron producidas las cosas que consumen diariamente no es importante: es decisivo. Saben que ese mínimo gesto de pagar una prenda o pasar la tarjeta de crédito es en realidad una suerte de voto. Un aval tácito a un sistema de producción a menudo edificado sobre la espalda de los más indefensos: niños, emigrantes, mujeres, animales.

Eso marca para muchos una especie de cambio de estado. Mejor aún, la mudanza de simple consumidor a una nueva categoría, cada vez más temida por las empresas: la de consumidor informado. Porque, de más está decirlo, muchos dejarían de comprar mucho de lo que hoy compran si supieran –por caso- que en la yerba de su mate hay mano de obra infantil, que detrás de la frutilla divina con la que coronan el postre de su hijo hay niños fumigadores de la misma edad (en muchas quintas, los únicos de la familia que saben leer son los hijos y por eso se les encarga el desciframiento de los bidones de agroquímicos, además de la aplicación de los mismos) o que el mineral que anima su celular de última generación financia grupos terroristas en Africa.

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Y, como en la recordada escena de la película Matrix (ésa en la que Neo, el protagonista, debe elegir entre la pastilla azul y la roja, entre olvidar o saber, y vivir con eso), el conocimiento siempre genera responsabilidad. En mi caso, saber que una marca nacional de ropa para chicos producía sus prendas en talleres clandestinos hizo que la descartara de mi vida para siempre. Y hasta que, cada vez que distingo su logo brillando en un cartel, vea caer de él una gorda gota de sangre.

Saber o no saber, ésa es la cuestión. Y dado que hoy la opción “no saber” – Internet, medios tradicionales y redes sociales de por medio- se ha vuelto imposible, el movimiento global hacia el consumo ético (al que algunos autores llaman “responsable”, “crítico” o simplemente “informado”) es un dato más. ¿Que no es aun mayoritario? Desde luego que no. Para muchas personas, el precio sigue siendo  el único factor que cuenta a la hora de elegir y (en sus propias palabras), prefieren “no saber” de dónde viene lo que compran.

Claro que, a veces, la verdad va a buscarlos hasta a sus propias casas, en forma de titular en los diarios. En septiembre de 2012, más de 300 personas murieron en una textil de Pakistán en donde se concentraban 2000 trabajadores en 2000 metros cuadrados. Dos meses más tarde, en Bangladesh, otros 111 muertos en el incendio de Tazreen Fashion le dejaron en claro a los consumidores de muchas marcas de ropa internacionales por qué esas prendas eran tan baratas.

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Y lo mismo en enero de 2013 de nuevo en Bangladesh, y de nuevo en abril, en lo que se conoce como la masacre de Plaza Rana. En este último caso, el derrumbe del edificio donde se apiñaban cinco talleres de confección que pagaban a sus empleados (obligados a coser una prenda cada treinta segundos) el equivalente a $ 380 por mes terminó en 300 muertos y 1000 heridos. Eran, en su mayoría, mujeres y niñas. Producían ropa para Zara, H&M, Calvin Klein, Wal Mart, Benetton, El Corte Inglés, C & A y siguen las firmas.

Desde 1980, tentadas por la baja de impuestos y la mano de obra abundante, barata y dispuesta a aceptar condiciones laborales impensables en Europa o en Estados Unidos, las grandes cadenas de indumentaria mudaron masivamente sus talleres a Asia, un verdadero paraíso para la producción esclavista. Los resultados no podían sino ser esos: centenares de muertos, cada tantos meses.

Pero tampoco hay que irse tan lejos para encontrar situaciones de injusticia parecidas. En julio de 2012, de hecho, un trabajador esclavizado en Mataderos filmó cómo en el taller de Hubac 5673 se producían prendas para la marca de ropa de niños de la esposa del Jefe de Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires. Tres años más tarde, en abril de 2015, otro taller ardió en Flores, matando a dos nenes de 7 y 10 años, Aidar y Rodrigo. Murieron en el sótano donde vivían y del que nunca lograron escapar. Cuando se inspeccionó el sitio volvieron a encontrarse, entre otras, etiquetas de otra de las marcas de la esposa del jefe comunal.

¿Qué pueden hacer los consumidores responsables frente a situaciones como éstas? Mucho, desde luego, empezando por sancionar con su “No” rotundo a las firmas que exploten a los más débiles o que, en definitiva, no cumplan con los estándares éticos que suelen vanagloriarse de respetar. ¿Sirve eso para algo? Sin dudas. Un solo ejemplo: la ONG sueca Avaaz logró que en 2013 el gigante de indumentaria H & M firmara un acuerdo para mejorar las condiciones de seguridad en las fábricas de Bangladesh.

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¿Cómo lo hizo? Mediante una campaña tremenda, llamada «Aplastados por hacer nuestra ropa». Se lanzó luego de la masacre de Plaza Rana y el texto para reunir firmas decía así: “A los Directores Ejecutivos de H&M, GAP, y otras marcas:

Como ciudadanos y consumidores, les exigimos que firmen inmediatamente un acuerdo de seguridad de edificios y contra incendios o asuman el deterioro de imagen que sufrirá su marca. El acuerdo suscrito debe comprometerles a costear inspecciones rutinarias e independientes a las instalaciones de sus proveedores, así como a cubrir las mejoras en la seguridad y reparaciones de dichas fábricas. Sus empresas y otras multinacionales se benefician de mano de obra barata y deben hacer mucho más para reducir los riesgos de las fábricas donde producen sus mercancías”. 

Un viejo dicho de Marketing cuenta que un cliente satisfecho atrae a dos más, pero que uno descontento aleja a ocho. Las empresas lo saben y lo temen. Por eso, tal vez haya llegado la hora de que cada uno de nosotros tome verdadera conciencia del poder que tiene para cambiar lo que considera injusto, inhumano, innecesario. No será un voto, pero se le parece bastante.  Y lo mejor de todo es que los resultados de nuestras decisiones, tarde o temprano, terminan modificando la realidad para mejor.

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