En la lucha por ser mamá sólo te alivia saber porqué

Por: Luciana Mantero

Eli Grober estaba preparada para que la búsqueda  de la maternidad fuera una cuesta empinada, aunque nunca pensó que le sería tan difícil remontarla. Tres pérdidas de embarazos, la llegada de Rocco y la respuesta a la pregunta que más la atormentaba: ¿Por qué? Lo que nos pasa cuando caminamos en tinieblas; el alivio de encontrar una razón.

Cuando a los 17 años Eli Grober se encontró con que sus ovarios estaban llenos de quistes, pensó que su camino hacia la maternidad sería una aventura no convencional. Tomaba medicación para controlar la epilepsia desde que había tenido su primer ataque a los 13 años, en plena revolución hormonal de la pubertad. El presentimiento del esfuerzo inminente y del resultado incierto se mantuvo, incluso, cuando meses después, cambió de droga y los quistes se disolvieron. Ella sentía que el recorrido sería largo y difícil, lleno de curvas y desvíos.

Por eso en la primera cita con Ale, a sus 21, se lo advirtió. Y unas citas más tarde le dijo también que si no podía quedar embarazada, estaba dispuesta a adoptar; que sin hijos no pensaba vivir. Creyó que tal vez eso lo espantaría, pero que mejor que huyera en aquel momento que todavía no habían empezado nada. Pasó lo contrario: él se afincó a su lado, se dejó arrastrar por esa convicción con la que ahora habla Eli, con su ojos negros e inquietos, con sus labios finos con los que ya en ese momento gritaba lo que quería para su vida y para la vida que llevarían en común.

Al terminar los veintes decidieron casarse y justo después, previa consulta con un neurólogo para preparar el cuerpo y ajustar la medicación, empezaron a buscar un hijo.

Llegó la primera sorpresa: un mes después estaba embarazada. ¡Y ella que pensó que le iba a costar un montón!

Se lo contaron sólo a su familia y a alguna amiga. Y fueron a ver a una obstetra especialista en embarazos de riesgo. La doctora le preguntó si estaba controlada porque:“Si tenés una convulsión embarazada, se puede morir tu bebé y vos también”, recuerda que le dijo. Le pareció tan brutal que no volvió. Cambiaron de médica y en la semana 11 fueron a la ecografía, confiados:

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– ¿Tuviste algunas pérdidas, algunas manchitas las últimas semanas? – le preguntó el ecógrafo con cara de nada.

Después le contó, con cierto cuidado, que el embarazo se había interrumpido en la semana 8.

Fue muy triste. Le dio cierto alivio saber que no necesitaba ningún estudio ni tratamiento especial, porque estaba dentro de las estadísticas.

Le pidieron que tomara una medicación y esperara diez días a ver si expulsaba el embrión, pero después de ese tiempo no había pasado nada. “Volví al médico preparada para terminar con esa tortura de tener un feto muerto adentro, una sensación espantosa de caminar, dormir, vivir, pensar que hay algo muerto adentro tuyo”. Pero le pidieron que esperara cinco días más y al final, un 14 de febrero, el Día de los enamorados, le hicieron un raspado uterino: con anestesia general y una “cucharita” o un bisturí, intentando no dañar el útero, sacaron de su cuerpo el embrión que no latía.

– La próxima vez que entre acá va a ser por un bebé…- le prometió a Ale como dándose fuerzas, justo antes de entrar al quirófano.

A los dos meses volvieron a intentar y dos meses después estaba otra vez embarazada. Se lo contó a sus amigos en la reunión del Día del amigo, el 20 de julio, pero internamente no estaba convencida. Sentía que ese embarazo no iba a prosperar. Así que cuando fue a la ecografía de las 12 semanas de cierta forma, ya estaba preparada. Cuando le volvieron a preguntar por las manchitas y las pérdidas supo que ese hijo seguiría siendo una ilusión.

El día de su aniversario de civil, un 13 de agosto, le volvieron a hacer un raspado.

Esta vez no estaba dispuesta a esperar tantos días, tanta angustia y tuvo que cambiar de médico.

Volvía a entrar al quirófano, con la promesa incumplida. Pero estaba entera, siempre positiva como es ella, tirando del carro con fuerza.

Dos meses después, en octubre, el Día de la madre, fue a visitar al sanatorio a una amiga que acababa de parir. Caminaba hacia el lugar y sintió sus piernas pesadas, como si fuera cuesta arriba. Se quedó un rato, no demasiado; estaba angustiada. Salió del sanatorio y se largó a llorar como loca,  con un dolor contenido que salió de golpe y que duró todo el día y varios más. Recién ahí entendió, en medio de la culpa de no poder disfrutar la felicidad de su amiga, que no era su día, que no era su hijo y empezó una especie de duelo. Sentía por primera vez que no podía con la vida. Volvió a terapia. Y se propuso investigar el motivo de las pérdidas de los embarazos.

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Sus dos hermanas también habían pasado por lo mismo, a una de ellas le habían diagnosticado trombofilia para entonces. Así que el médico la mandó a hacerse el análisis junto a algunos otros estudios genéticos a los dos. El resultado dio negativo.

Lo que la volvía loca era eso de seguir probando sin hacer nada diferente, el hecho de que no hubiera una causa… Pero volvió a intentarlo y quedó embarazada a los cuatro meses.

Era una felicidad rara, desconfiada, casi apática. Pasar el mojón de las últimas pérdidas fue como caminar como un equilibrista. Por eso el primer trimestre no lo disfrutó “ni un poco”. Hasta que después de la translucencia nucal, esa ecografía que se hace entre la semana 11 y la 14 para establecer las chances de alguna enfermedad genética del bebé, se enteró de que sería un varón, de que latía con fuerza y de que todo estaba bien. El resto fue ir desovillando el miedo y disfrutar un embarazo soñado. Se sentía plena, no había rastros de su epilepsia, se olvidó de su enfermedad. Rocco llegó un septiembre para llenarla de amor y curar las heridas. Pero el primer año no fue fácil.

Eli y Rocco
Eli y Rocco

Las crisis de Eli se sucedían especialmente entre el sueño y la vigilia. Por eso la recomendación médica era nunca estar sola con el bebé, dormir bien, despertarse suave y tranquilamente. Con un bebé recién nacido resultaba un desafío inconmensurable.

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Tardó tres años en decidirse a buscar otro hijo; era muy difícil arriesgarse a volver a pasar por otra frustración. Otra vez, quedó embarazada en seguida. Se hacía ecografías cada dos semanas y en todas preguntaba ansiosa: “¿Late?”. Después venía la pregunta invariable del médico y su respuesta: “No, es mi cuarto embarazo. Pero tengo un hijo”, y el silencio tenso, incómodo en la sala.

Cuando llegaron a la translucencia nucal se enteró de que el embarazo estaba detenid; la mala noticia, el dolor. Lo recuerda perfecto, ese día era el cumpleaños de su hermana. Después fue esperar y esta vez lo expulsó naturalmente. Estaba Rocco, ya tenía un hijo, pero aún así fue muy difícil pasar eso otra vez.

Lo que la volvía  loca era no saber por qué. Si no encontraba la causa no estaba dispuesta a seguir intentándolo, a volver a poner el cuerpo y la cabeza… a ciegas, no. Decidió cambiar de hematóloga y la nueva médica le recetó un análisis lleno de ítems raros, muy exhaustivo. El resultado tardó 45 días que desmenuzó como si fuera  un preso. El 8 de marzo, Día de la mujer, su nueva médica exclamó: «¡Acá está! ¡Tenés Trombofilia!».

Rocco había sido una  especie de milagro, pues sólo el 20 por ciento de embarazos con trombofilia sin tratamiento llega a término.

Lloró como nunca. Era la gran noticia que estaba esperando. Era raro alegrarse por estar enferma. Sintió que todavía tenía nafta para arrancar el cuerpo y la cabeza hacia otra maternidad, que ahora podía dar vuelta la página, empezar una nueva etapa.

Eli dice que no tuvo una vida fácil, pero que jamás pensó lo duro que sería la búsqueda de un hijo. Tal vez si se lo hubieran advertido no se hubiera creído capaz. Siente que fue todo aprendizaje. Y que ahora sí, con todos los cuidados necesarios, puede pisar sobre seguro.

Nota: Como Eli, madanos tu historia con una foto y datos de contacto a podresermadre@gmail.com

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