Mil veces no: cuando la maternidad llega contra todos los pronósticos

Por: Luciana Mantero

Un diagnóstico de baja reserva ovárica, la sentencia de una menopausia precoz, siete tratamientos sin suerte, una hija nacida en el octavo y otra de forma natural, dos años después, pisando los 40. Romina Llorente pasó por muchas cosas pero ya no acepta que nadie más le diga, con semejante grado de certeza, cómo será su vida.

Romina Llorente siempre pensó que dejaría de tomar las pastillas anticonceptivas y enseguida, o a los pocos meses, quedaría embarazada. De hecho, había perdido un embarazo imprevisto en las primeras semanas.

A los 35 fue, un poco por antecedentes de problemas homonales, otro poco para hacer un control general, a una endocrinóloga que después de mandarla a sacarse sangre se lo anunció como una sentencia: tenía baja resera ovárica (“¿Y eso?,” se preguntó Romina), el reloj biológico en ella corría aún más rápido, ya tenía pocas chances de embarazarse naturalmente y sus escasos posibles óvulos eran perlas en el fondo del mar.

Ya tenía la idea de buscar un hijo de manera más constante pero, con todo esto, la decisión se precipitó. Junto a su marido fueron a ver un especialista en fertilidad y decidieron ir gradualmente, empezar con algo tranquilo, lo menos invasivo posible: estimular sus ovarios con pastillas mientras cumplían con un esquema de relaciones sexuales programadas, según los días más propicios para la ovulación. Al principio hasta era divertido, le puso un condimento a la pareja. Después se fue toFoto Romina Llorente 4rnando insoportable. Se cansaron de aquella rutina sin suerte y meses después consultaron a otro especialista.

La sentencia fue la misma: falla ovárica, baja reserva  y, esta vez el especialista usó la palabra prohibida, porque muchos médicos la consideran estigmatizante y porque hay dudas de que los casos sean irreversibles. Dijo, menopausia precoz (“¿Y eso?,” se preguntó Romina).

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Vinieron entonces las inyecciones para estimular sus ovarios otra vez, los controles semanales, la búsqueda del embarazo y el tránsito por el sistema médico que se fueron transformando en su vida. Ya no era una parte, algo que hacían mientras eran felices: era todo, era eso, era llevarlo puesto desde la mañana a la anoche. Su vida era renga, era el hijo que no venía.

No es nada… ya va a venir… tómense vacaciones, vayan de viaje y relájense, decían sus amigos. Ellos hablaban de embarazos, nacimientos, dientes, noches en vela, pañales, jardines, cumpleaños infantiles. Su jerga eran inyecciones, pastillas, ecografías transvaginales, tratamientos de baja complejidad (inseminaciones) y después de un tiempo… de alta. “Qué difícil sentir felicidad por los demás y tristeza por uno… cuántos sentimientos que se mezclan, qué difícil de explicar…”.

Fueron tres inseminaciones y cuatro tratamientos in vitro e ICSI (cuando se inyecta el espermatozoide en el citoplasma del óvulo) sin suerte.

Empezaron a pensar en la posibilidad de la ovodonación y, en paralelo, consultaron en pareja a una psicóloga especialista. Un conocido de su marido le recomendó una hematóloga dedicada a reproducción y, con bastantes prevenciones, Romina aceptó verla. Vino la consulta, el relato de la historia otra vez entre lágrimas, los análisis y el diagnóstico: trombofilia (“¿Y eso?,” se preguntó Romina), esa enfermedad de la sangre que causa pérdidas de embarazo y cuyos efectos se aplacan con inyecciones de heparina.

¡Justo entonces aquel médico detectó de casualidad que estaba embarazada de pocas semanas! Empezó a inyectarse la droga pero el embrión dejó de crecer en la semana 10.

Unos meses después decidieron probar una vez más. La última, se habían prometido, antes de la ovodonación.

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De la estimulación previa a la fertilización in vitro, en paralelo a las inyecciones de heparina y a las pastillas para estimular el ciclo natural, surgió un óvulo, uno solito, redondo, palpitante, una promesa, casi una utopía. Romina recuerda que al salir del quirófano donde se lo aspiraron (para luego fertilizarlo in vitro con un espermatozoide de su marido) su médico le dijo: “Es muy fuerte; es hermoso”. ¿Cómo puede ser hermoso un óvulo?, pensó.

Esta vez no se lo conto a nadie. Tres días después le transfirieron a su útero el embrión. Y 14 días después el resultado fue positivo. Estaba otra vez embarazada.

Pero Romina ya no creía que algo así fuera posible, que le tocara a ella. Le indicaron absoluto reposo, inyecciones de heparina y controles semanales. Tuvo un hematoma, pérdidas… corría riesgo de perderlo, pero pasó la semana 12, después la 16 y la panza empezó a crecer. Cuatro, cinco, seis, siete meses poblada de médicos y controles. En la semana 38 fue a cesárea (por si acaso, le dijo el médico, porque lo consideraba un embarazo de alto riesgo: ¿Para qué se iban a arriesgar a intentar un parto natural?). Y entonces llegó su sol, su milagro de 2 kilos 900 gramos. ¡Una nena!, supo aquel día. Le puso Maite y se sintió la mujer más feliz del mundo. Y esos cinco años de búsqueda, de llantos, de inyecciones, de frustraciones, de peleas, de sentirse perdida y desolada se borraron en un segundo, con sólo verla nacer.

Listo. Fin de la historia. Ahora sí que ya no podía pedir nada más.

Quedaba el estigma cada vez más lábil del hijo único. Pero tendría primos, amigos… en el mundo moderno es cada vez más común, pensó.

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Terminó el puerperio y volvieron los síntomas de la menopausia: ráfagas de calores insoportables, desestabilizantes, sensibilidad, mal sueño, caída del pelo… lo normal, le decían los médicos. Y machacaban por las dudas: no podés quedar embarazada naturalmente con estos valores hormonales… «OK, lo entiendo, bloqueado el tema», respondía Romina y dice que daba vuelta la página. Pero también cuenta que, un tiempo después, cuando pisaba los 40, la asaltó la enfermedad y la muerte de su abuela, y entonces “cambió de foco”.

“Una tarde compré un test de embarazo. No me venía hacía meses pero lo compré… para descartar todo. Antes de ir a la doctora y empezar a tomar las pastillas que regularizaran mi ciclo artificialmente y que iban a atenuar mis síntomas de menoapusia que estaban aumentado. Quería estar segura…”. ¿Segura de qué?

Ese test de embarazo dio positivo.

Foto Romina Llorente 3
Maite y Paulina, las hijas de Romina.

“No entendía nada. Estaba feliz, pero asustada. No podía ser. Sentía enojo de no saber cómo encarar un embarazo de alto riesgo con mi hija. Asustada de que me pase algo y dejarla sola, mil dudas y miedos, que hasta parecía que no quería estar embarazada… Sí quería, pero venía de tantos “no”, que era como imposible creerlo”.

Le siguió un embarazo en reposo, lleno de controles por las dudas y muchos sentimientos encontrados. Hasta que un 2 de junio de 2016 Paulina salió de su panza con tres kilos 200 gramos después de otra cesárea programada. Y entonces no hubieron más dudas. Fue mirarla, sentirla un regalo del cielo, sentir que vale la pena soñar y saber que nunca más nadie le diría con ese grado de certeza cómo sería su vida.

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