Tuqui celebra la incorrección política

Por: Tuqui

Nuestro columnista de actualidad con humor se pone serio en defensa del humor corrosivo. Embate contra una corrección política que, según él, se disfraza de hipocresía y sepulta a los humoristas. Y advierte sobre una especie de inquisición de los estúpidos. Una mirada personal sobre los tiempos que corren.

 

Mi amigo Abel tiene una masa corporal que excede en mucho el ideal para una persona saludable de su misma edad y estatura. Para hacer más fluidas las conversaciones que lo mencionan nos referimos a él como el Gordo Abel. Algo similar ocurre con el Negro Testa, el Colorado Benítez, y varios otros. Yo soy, indistintamente, el Rengo, el Viejo o el Narigón, dado que cualquiera de esas tres palabras me describe justa y sobradamente. Ninguno de nosotros siente el impulso de acostarse en la puerta del INADI y aporrear la vereda con los puños practicando buceo en un océano de lágrimas, ofendido en lo más íntimo de las diferencias que lo hacen reconocible. Pero esos, claro, somos nosotros.

Fuera del grupo, la epidemia de hipocresía que llaman corrección política infecta cada vez más a la masa, desesperada por conseguir la aceptación de quienes —lo verán, tarde o temprano— no son más que una muchedumbre de bobos, a la espera de una acusación contra cualquiera para erigirse en custodios de la moral y las buenas costumbres y buscar fama apedreando al elegido.

Actualmente la culpabilidad no es un requisito. Basta una acusación (pedófilo, violento, abusador) para que llegue la condena, y no hay que ser un erudito en temas sociales para percibir cuán peligrosa es esa costumbre. Si en lo judicial hay un festival de preventivas sin siquiera indagatoria es porque la sociedad ya ha validado esa conducta.

Gordo, negro, judío, petiso, rengo o puto no son en sí mismos un juicio de valor, como tampoco lo son flaco, blanco, musulmán, lungo, surfer o hetero.

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En privado, nadie ha dejado de expresarse como lo hizo siempre. La demonización de las palabras sólo se actúa —sobreactúa, en realidad—en presencia de los otros, o de las cámaras. Aquellos cuya vida es parcial o totalmente pública no sólo temen que alguien se ofenda por lo que dicen (y chifle llamando a la horda, como en The Body Snatchers): también temen reírse de cualquier broma, porque el humor implica por lo general un disvalor, y por lo tanto alguien podría sentirse ofendido tanto por las risas como por el chiste, iniciando una cacería mediática o informática.

La Inquisición de los Estúpidos se ha vuelto un culto de moda.

Hace poco un funcionario de México fue duramente atacado por decir en público y frente a chicos que Papá Noel no existe. Lo curioso es que una enorme mayoría de esos mexicanos que lo criticaron creen ciegamente en la hipótesis del dios cristiano, y llevan a los mismos niños, sacados de la mentira por el sujeto de marras, a las iglesias, ignorando las estadísticas: el siete por ciento de esos tipos que se disfrazan de señora viuda para difundir la más perniciosa y retrógrada de las fantasías como si se tratase de una irrefutable verdad demostrada y comprobada, sienten por los niños algo bien distinto del amor filial.

https://www.youtube.com/watch?v=a9lWCUTxcOM

«Tenés que respetar mis creencias», afirman con gesto adusto y ceño fruncido. No queda claro por qué habría que respetar semejante cosa. Cuando veo en TV personas que dicen hablar con dios y la virgen, que proponen curar el cáncer con oraciones, que recurren a videntes para encontrar objetos o personas perdidas, siento que están insultando mi inteligencia. ¿No merezco el mismo respeto que piden para sí?

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La corrección política está sepultando el sentido del humor, una de las cosas más maravillosas que la evolución del sistema nervioso central ha regalado al ser humano: la risa alarga la vida. Palada tras palada de mediocridad, chatura y miseria moral e intelectual, los censores que nadie llama se presentan para decirte de qué podés reírte y de qué no, y guay del que desobedezca, porque aparecerá un sinfín de comunicadores que no saben hablar correctamente a acompañar su profusión de adverbios de modo con el índice admonitorio.

Torquemada tuquiLos humoristas invitados a los medios tienen que hacer una selección angustiante y agotadora entre cada vez menos chistes: los que pueden ser contados sin que algún Torquemada de entrecasa los someta a la lapidación. Y si no hay autocensura, hay censura. Me consta porque lo he vivido en carne propia, tal vez porque siempre dejé que quien escucha decida por sí mismo seguir oyéndome o buscar algún discurso que sea más de su agrado, y no me impongo decir nada que no quiera decir.

La libertad de expresión pasa a ser una mentira si después tenés que tolerar, en las redes y/o en los medios, todo tipo de descalificaciones e insultos de quienes no creen conveniente tu libertad de expresión.

No sé ustedes, pero si ésas van a ser las reglas del juego, no juego más.

Considerando mi edad, puede ser una cuestión generacional. Pasados los 60 uno se vuelve más comprensivo con algunas cosas, mientras debe aprender, para no perder el tren, otras que van a contramano de las pautas con las que fue educado, de todo lo que le enseñaron durante décadas. Por ejemplo, los intercambios de opinión con gente más joven y de mente menos fosilizada me obligan a revisar constantemente mis opiniones sobre cuestiones de género. Es eso, o terminar como Juana de Arco.

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Un proverbio más viejo que todos nosotros, referido metafóricamente a minimizar los daños en una situación trágica, ha desatado por estos días una nueva caza de brujas. Hace dos o tres décadas, la frase era de uso corriente. Está bien que hoy se la evite, considerando que hay palabras que golpean, directamente y con razón, en la sensibilidad de la mayoría (por eso no la reproduzco). Aunque crucificar a alguien de más de setenta años por recordarla, acusándolo de validar uno de los crímenes más espantosos o de hacer apología del delito, me resulta excesivo. Según parece, explicar da menos rating que bajar el martillito y sumarse al linchamiento.

cacho tuqui

Con lo antedicho me expongo al repudio social, lo sé. Pero, por un lado, la condena de la sociedad tal como está es casi una medalla. Y por otro ya vivo una especie de ostracismo desde hace años, por no callarme lo que pienso, por reirme de los ladrones en el gobierno y de los que aplauden mientras les roban, por decir lo que muchos piensan pero no dicen para cuidar el laburo y no verse excluídos por sus pares. Para temer al poder hay que tener algo que perder, y no es mi caso (a menos que algún funcionario se apersone con intención de confiscarme las muletas). No voy a empezar ahora a darles satisfacción a los salames. Una especie de venganza, dado que con el estado de mi vesícula los salames tampoco me dan satisfacción a mí.

Si a alguien no le gusta, bien puede dejar de leerme. Me importa poco. Mientras, me seguiré riendo con el Gordo, el Negro y todos los demás que comparten mi punto de vista.

 

Tuqui

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