Contra la lógica tan nuestra de que sólo se gana sufriendo

Por: Tuqui

Nuestro intrépido analista con humor adora que lo odien pero más odia el exitismo. Ahora se mete con los que patean pelotas, sean jugadores o políticos. Pasen y lean una oda contra la lógica supersticiosa de creer que todo se logra con milagros. Y que “la lucecita” no nos encandile. No necesitamos sufrir para mover el traste.

 

Mucho se ha hablado sobre la futbolización de la política, y tal vez se perdió de vista que la contaminación funciona en ambos sentidos. Hablo, claro, de la politización del fútbol. Todos los vicios de la vida política (en sentido amplio, incluyendo lo social) pasaron también al más popular de los deportes.

Especialmente el que nos mantiene inmersos en una realidad inasible y caótica, mientras nos movemos guiados por relatos más impregnados de reverencia supersticiosa que de sentido común. Entonces, la salvación está asegurada por quien dice que tenemos menos pobres que Alemania, o alguien que asegura que lo peor ya pasó y que esa ortiga disecada es un brote verde de incógnito.

Lo real no importa, porque está cada vez más lejos de poder ser descrito con acierto. Y en medio de ese caos… el fútbol. Los argentinos son los que han ganado la Copa del Mundo en más ocasiones: antes de cada partido por eliminatorias, antes de cada ventanita por la que casualmente se coló en un torneo, cada vez que le tocó llegar a una instancia decisiva, cada vez que se contrató un técnico, etc., Argentina ya es campeón.

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Los argentinos juegan es, en el imaginario popular, equivalente a los argentinos ganan.

Y bueno, parece que no. No estaba tan loco el que dijo que una reunión de genios puede ser superada por un equipo de mediocres. Cuando se habla de los mejores jugadores del mundo, posiblemente sea cierto. En cuanto a formar un equipo, es como imaginar a todos los que quieren que a este país le vaya bien trabajando para que a los adversarios no les vaya mal. Imposible, por bastante tiempo.

Mientras tanto, el mundial sigue. Un mundial que empezó, como mínimo, al terminar el de 2014, donde Brasil, que hoy presenta un equipo altamente competitivo, se intoxicó por una excesiva ingesta de pepinos alemanes en las semifinales de hace apenas cuatro años.

El seleccionado argentino, por el contrario, fue subcampeón esa vez. Y quien viajó a Rusia para presenciar el partido contra Croacia se habrá preguntado por qué no prefirió visitar el Bosque de Jaramillo, en Santa Cruz. Le hubiera salido más barato contemplar un montón de troncos carísimos y, además, petrificados.

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Sin embargo, a pesar de las decepciones, de los desplantes, cada pequeña lucecita de esperanza que vuelve a brillar, sea porque ganó Nigeria o porque la selección de Ecuador -chicos de la tercera, sin posibilidades de clasificarse en las eliminatorias- se comió una goleada, Argentina vuelve a ser campeón. Extraño, en un país donde inmediatamente después de cada fracaso, grande o pequeño, parece que acabáramos de perder la Segunda Guerra Mundial.

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Claro que la memoria es corta: no recordamos que la verdadera guerra la perdieron en 1945 Alemania -hoy principal potencia europea- y Japón -líderes en tecnología que habían desarrollado el tren bala menos de 20 años después-, mientras nosotros nos dedicábamos concienzudamente a putear a los peronistas o a votarlos, pasando de tobogán en tobogán hasta una situación que no necesito describirte si fuiste al chino o te llegó la factura de la luz.

Resumiendo, si observamos la historia de la selección a lo largo del último lustro, uno se pregunta: ¿qué proceso, qué evolución, qué cambio de actitud, qué victoria, qué partido y/o qué alocada fantasía hizo creer en algún momento que este equipo podía ser campeón?

Los argumentos, en general, se limitan a fuertes deseos, suposiciones, presentimientos y un grupo de animales que parecen saber quién ganará, ya sea un pulpo, un gato o un hámster con dos cabezas y labio leporino que además fundamenta su elección.

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Y sin embargo, otra vez, parece que podría suceder: Nigeria perdió, y Argentina, jugando como lo hizo contra los africanos, podría haber ganado holgadamente los dos primeros partidos. Lo impidió la otra “costumbre”: sufrir hasta el final, esperar a que suenen todas las alarmas para mover el traste y hacer lo que se espera.

Por supuesto, ahí está la lucecita. Ya no importará por qué los que no estaban resucitaron tras su aparición en publicidades de prestigiosas marcas, por qué a Lo Celso lo secuestraron los alienígenas, quiénes querían hacer un asado con el técnico -no junto a él, sino en calidad de costillar- o si alguien le pegó un bife a otro. La culpa de todo lo que estuvo mal será de Caruso Lombardi o de Ruggeri o de Fantino o tuya, porque ya sabemos que aquí en Fantasyland la responsabilidad nunca es de los responsables.

Nada importa, porque una vez más Argentina ya es campeón. Al menos hasta perder con otro equipo y que todos los héroes pasen a ser villanos.

Y después, con calma y seriamente, tal vez podamos volver a hablar de las cosas que realmente importan.

Tuqui

 

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