El día que Tuqui decidió largar todo y abrir una pizzería

Por: Tuqui

Nuestro intrépido columnista de humor se cansó de verle la espalda a los medios y encaró hacia la cocina. Su periplo insólito a la hora de invertir lo (poco) que le queda en el arte de vender comida, sin olvidar el vicio de tomarse un tiempo para atender a algún político al pasar con la bandeja.

 

Un factor fundamental en la vida de las personas es el tiempo. Permanentemente, aun si no lo notamos, dependemos de percibirlo y medirlo para dormir, para comer, para no llegar tarde al trabajo, para entregar a tiempo una nota (perdón Sr. Editor) y hasta para que la yema no se ponga negra cuando hacemos un huevo duro.

Sin embargo, por encima de teorías más o menos atractivas y lógicas, no sabemos exactamente qué es el tiempo, si fluye sobre un plano o sobre una línea, ni siquiera si «se mueve» siempre en la misma dirección. Quiero decir que si, de pronto, el tiempo volviera sobre sí mismo media hora, nosotros retrocederíamos con él y no guardaríamos memoria de ese futuro que pasó porque, como hemos dicho, para nosotros todavía no pasó.

Especular acerca de esto sólo es útil para pasar el rato mientras un cuñado insoportable parlotea sobre algún asunto que no tiene la menor trascendencia, porque no tiene ninguna aplicación práctica: de hecho, lo que percibimos es una vida lineal, un segmento de tiempo que empezó en el punto A cuando nacimos y terminará en el punto B.

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Es esa percepción la que vuelve invaluable cada instante. Porque antes del punto A -para cada uno de nosotros- hay una nada absoluta, y otra vendrá después del punto B. Nos queda entonces este todo efímero, esta sucesión infinita de momentos (como son infinitos los puntos de un segmento) que llamamos vida.

Una criatura verdaderamente racional trataría de lograr la mayor cantidad posible de momentos de felicidad, porque son los que se disfrutan y hacen más llevadero el resto. Y sin embargo parecemos apuntar permanentemente a lo contrario, inventando dioses ridículos, perversos, vengativos, y confiando nuestro destino a terceros que por lo general creen que la felicidad es tener más cosas que los otros, incluso a costa de ellos.

Nuestros abuelos decían «a mí ningún gobierno me regaló nada, lo que tengo me lo gané trabajando». Nuestros padres, lo mismo. Posiblemente ustedes se lo digan a su descendencia. Yo no, porque tengo la dicha de haberles evitado a los hijos que no tuve la angustia que provoca esta miasma nauseabunda que forman la clase política dirigente, las religiones y otras deformaciones antinaturales de la especie humana.

Eso no evita que yo también deba trabajar para ganarme lo que necesito y lo que me roban con impuestos a cambio de nada. Así que, habiendo renunciado por fuerza a lo que hice toda mi vida adulta (trabajar en los medios), decidí invertir mis escasos ahorros (no quedaba mucho después de siete años desempleado) en una noble empresa: dar de comer a la gente a precios módicos. En otras palabras, me asocié con amigos y pusimos una pizzería. Una idea feliz, que me llevó a otra serie de complicaciones inmerecidas.

Una fortuna en combustible cada viaje de ida, y una fortuna más grande para volver, porque la distancia es la misma pero el precio del combustible no.

El primer problema fue elegir la locación: vivo en Buenos Aires, donde hay miles de locales similares y las actividades principales son joder al que labura, pelear con el vecino y salir a chorear en moto. No me agradaba la idea de ser asesinado por un celular antes de que la necesidad de pagar un déficit del que no soy responsable me dejara en la ruina.

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De modo que nos instalamos a casi 200 kilómetros de la capital. Segundo problema: atravesar indemne esa mezcla de basural, lejano oeste y tierra de zombies en que se ha convertido gran parte del conurbano. Una fortuna en combustible cada viaje de ida, y una fortuna más grande para volver, porque la distancia es la misma pero el precio del combustible no.

El resto es un conjunto de dificultades similar en todas partes: aumenta la harina, aumentan las aceitunas, aumenta el tomate, aumenta la mozzarella, aumentan los servicios, aumentan los impuestos y disminuye la capacidad de compra del público. Incluso con el negocio funcionando a pleno hay que ir poniendo más dinero, un poquito hoy, otro poquito mañana, manteniendo vivo el entusiasmo y esperando que las cosas mejoren.

No obstante, sostendré este proyecto mientras pueda. Porque quiero vivir de mi trabajo y no perder la dignidad limosneando planes mientras los venezolanos inmigrantes, por ejemplo, consiguen trabajo a la semana de llegar.

No me agradaba la idea de ser asesinado por un celular antes de que la necesidad de pagar un déficit del que no soy responsable me dejara en la ruina.

Mientras tanto, los conductores de TV siguen preguntando a las caretas repetidas del mundillo político cómo fue que llegamos hasta aquí y cómo se sale, y todos responden siempre lo mismo (la justicia bla bla, la educación ñeñeñe) y después siguen rosqueando, mintiendo, prometiendo imposibles y esperando rapiñar un cargo para llenarse de guita mientras hay cada vez más pobreza, más deuda, más hambre y menos sonrisas.

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El año que viene tendrán otra oportunidad para votar, y presiento que será desaprovechada: volverán los peronistas que nunca se hicieron cargo de su feudalismo, sus patotas, sus saqueos y su devoción por fabricar ignorancia, o seguirán los que gobiernan de manera inconsulta, favoreciendo a sus amigos empresarios y fugando fortunas en detrimento del ganado en que, unos y otros, nos han convertido.

Tal vez sería mejor aprovechar la otra oportunidad: la de NO VOTAR. Porque ya está más que probado que legitimando garcas estamos cada vez más lejos, si no de la felicidad, por lo menos de la tranquilidad.

Tuqui

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