“Ella”: yo amo a mi (media) naranja mecánica

Un "chico" sensible se enamora de un sistema operativo ¿Vamos camino a este tipo de relación con la tecnología? ¿O simplemente nos conformamos con que nos hagan sentir bien?
Por: #BorderPeriodismo

– “¿Acaso estar enamorado de un sistema operativo me hace un freak?”

 -“No. Creo que todo el que se enamora es un freak. Es una forma de locura socialmente aceptada”.

Palabras más, palabras menos, este diálogo se da entre dos personajes de Ella (Her, 2014 en Argentina), la película de Spike Jonze, que acaba de ganar el Oscar al Mejor Guión Original y que se estrena mañana en los cines argentinos. En una Los Ángeles futurista -pero no tanto- Joaquín Phoenix interpreta a un escritor de cartas por encargo, que se recupera de las secuelas emocionales causadas por el fin de su matrimonio y trata de recomponer su vida social. Durante esa búsqueda adquiere un sistema operativo autónomo, con el cual termina involucrándose sentimentalmente.

Al igual que en otras producciones, que transcurren en un futuro que parece estar a la vuelta de la esquina, Ella sugiere la pregunta por la factibilidad de realización de los avances tecnológicos que se ven en pantalla. Sin embargo, esta experiencia va un poco más allá al instalar el romance entre un ser humano y un sistema operativo como eje central de la trama. De esta manera, surgen algunos interrogantes: ¿Se trata de un paso lógico en la evolución de la forma en la que nos relacionamos? ¿Es posible llegar a ese punto en nuestra relación con la tecnología? ¿O ya estamos enamorados de ella?

Amor en clave Wi-Fi

El primer capítulo de la segunda temporada de la serie británica Black Mirror recorre un camino similar al del film de Spike Jonze, pero desarrolla un abordaje mucho más oscuro. Narra la historia de una joven mujer que pierde a su pareja en un accidente automovilístico y luego se suscribe a un servicio que genera un perfil del ser querido, tras procesar todo registro de sus actividades y comunicaciones online. A partir del primer e-mail que recibe de su novio fallecido, la protagonista comienza a redirigir su amor hacia este “nuevo” ser.

Tanto en este caso como en el de Ella, el romance humano-ser tecnológico surge a partir de un encargo del protagonista, que adquiere un programa interactivo para suplir sus necesidades sentimentales e incluso sociales. Estos procesos de transacción ocurren en un mercado dinámico que, por un lado, impulsa el desarrollo de herramientas de comunicación para facilitar el contacto inmediato entre personas. Pero al mismo tiempo, el usuario se deja seducir por los encantos de la tecnología y las proyecciones de lo que promete.

La configuración del espacio social en el que se dan estas prácticas también es representativa del espíritu de la época. Por ejemplo, al imaginar una Los Ángeles futurista -donde transcurre Ella-, lo más habitual es invocar a la ciudad representada en Blade Runner (1982). Una megalópolis opulenta, donde la omnipresencia de la tecnología deslumbraba por su majestuosidad y el impacto directo en los habitantes. Esa urbe, presentada como una entidad superior, parecía confirmar las reflexiones del filósofo alemán Martin Heidegger: “El hombre queda reducido a la perplejidad y el desamparo frente a las exigencias de la técnica”.

Sin embargo, en Ella, el paisaje urbano de Los Ángeles es luminoso y para nada opresivo. La tecnología hace más cómoda la vida cotidiana, pero no asombra ni es protagonista, se integra confortablemente hasta casi disolverse en los elementos que componen cada locación. Los gadgets y dispositivos, generalmente operados por voz, prácticamente no precisan interacción visual, lo contrario a las actuales pantallas que hipnotizan celosamente a los usuarios.

Este contexto de armonía compartido entre humanos y tecnología quizás sea la base que sustenta las posibilidades de un romance entre individuos de ambas esferas. La condición “provocante” de la técnica, postulada por el citado Heidegger, quedaría descartada, para dar lugar a un uso optimista de los desarrollos tecnológicos.

Encuentros cercanos

Desde la invención de los primeros artefactos y dispositivos, la tecnología influye tanto de manera positiva como negativa en las costumbres de cada época, siendo objeto de debates a favor y en contra de su injerencia. Hoy, los beneficios derivados de los avances tecnológicos en la vida de todos los días son evidentes en innumerables ámbitos, desde la medicina hasta las comunicaciones o las máquinas para tatuar.

Pero al mismo tiempo, no somos únicamente usuarios sino también -y quizás principalmente- consumidores. El grado de fetichismo por la tecnología la convierte en un fin en sí mismo, fenómeno evidenciado en la avidez por conseguir los últimos modelos de iPhone. Como otras mercancías de la sociedad de consumo, adquiere un valor que representa status y pertenencia a círculos legitimados por la ideología dominante de cada época.

Desde hace unos años, la proliferación de redes sociales y las facilidades para trasponer actividades a la “vida online” facilita el involucramiento intensivo con la tecnología y acelera los cambios en los mecanismos para conocer personas a través de herramientas digitales. La oferta de plataformas e interfaces de consumo masivo incluye sitios para concertar citas, como Match.com o Badoo, redes sociales con Facebook a la cabeza, y aplicaciones para smartphones, como Tinder.  Y los nostálgicos recordarán el ICQ, acrónimo de la frase “I seek you” (“Te busco”, en inglés). La mensajería instantánea, fundamental para concretar encuentros inmediatos –cuántas citas habrán quedado truncas cuando el servicio de WhatsApp se cayó durante cuatro horas justo un sábado-,  también se instaló como una manera de “dialogar” de forma permanente, sin pronunciar una palabra ni mantener una conversación real.

No sos vos, soy yo

Más allá de las alternativas que están al alcance de la mano para iniciar una relación con un desconocido ¿Qué características del vínculo intenso que mantenemos con la tecnología y su parafernalia podrían favorecer una relación sentimental con ella? En primer lugar, el cuerpo está involucrado de forma tangible. Lo más parecido a Samantha -así se llama el sistema operativo que protagoniza Ella-, serían las aplicaciones interactivas Google Now y Siri, que funcionan como asistentes personales e interpelan a través de la voz -que también es parte del cuerpo del emisor-. Y sin ir más lejos, el deslizamiento gentil de la yema del dedo por la superficie de las pantallas táctiles para que respondan a la voluntad del usuario, se podría interpretar como algo más que mera acción y reacción. Ni hablar del reconocimiento de la huella digital en el iPhone 5s, una prueba irrefutable de fidelidad.

Lewis Mumford, historiador y filósofo de la tecnociencia, sostenía que “las transformaciones culturales y decisiones humanas influyen en el curso de las modernas innovaciones tecnológicas tanto como éstas impactan las sensibilidades modernas”. Por su parte, en una entrevista reciente para la Revista Ñ, el historiador alemán Helmuth Trischler, consultado acerca de la influencia de lo tecnológico sobre el hombre, afirmó: “la tecnología es el resultado de una negociación: entre el productor y el consumidor. No evoluciona por sí misma”.

A partir de estas afirmaciones, se puede considerar que el potencial advenimiento de relaciones sentimentales entre personas y seres de inteligencia artificial no respondería al simple hecho de la sumisión del hombre a la tecnología. Y también cabría preguntarse si, por estar enmarcados en la lógica relacional humana, estos vínculos amorosos que empezarían como algo novedoso, con el tiempo no irían sucumbiendo a las mismas estructuras que gobiernan las relaciones entre personas, de las cuales originalmente se quería escapar. Porque en definitiva, el desempeño de los sistemas operativos inteligentes y su capacidad de interacción dependerán de las cualidades humanas que se les otorgue.

Ella es una gran película realizada con un alto grado de sensibilidad, cuyo tema central no es la tecnología. En realidad, aborda historias de personas que se relacionan y se enamoran en una era posterior a la actual, sin revelar si es inmediata o lejana. Y al respecto, vale la pena citar al filósofo Jean-Louis Déotte, quien asegura que “el futuro no puede ser dimensión de la verdad porque es siempre tomado en el fantasma de la época que lo sueña”. Lo que pasa hoy es real. El futuro, por ahora, es una película.

 

Ese genio multifacético

Antes de filmar Ella, que también escribió, Spike Jonze dirigió tres films notables. Dos de ellos, ¿Quieres ser John Malkovich? (1999) y El Ladrón de Orquídeas (2002), fruto de la sociedad creativa con el guionista Charlie Kaufman, rompieron esquemas argumentales, narrativos y estéticos. En 2009, la apuesta fue Donde Viven los Monstruos, adaptación del clásico para niños de  Maurice Sendak. El resultado fue una fábula de una riqueza visual conmovedora, ambientada por la tierna banda de sonido a cargo de Karen O, cantante de los Yeah Yeah Yeahs.

Pero previamente a su carrera cinematográfica, Jonze (nacido como Adam Spiegel), fue uno de los creadores, además de editor, de la revista pionera del mountain bike: Dirt. También editaba la Grand Royal Magazine, publicación del sello discográfico de Beastie Boys, para quienes dirigió el memorable videoclip de la canción Sabotage, en 1994. Otros de sus hitos como director de videos musicales fueron: It’s Oh So Quiet de Björk y Weapon of Choice de Fatboy Slim. Y como si todo esto fuera poco, también participa como productor de las incursiones en cine y TV de Jackass.

Por Alejo Tarrío

Licenciado en Ciencias de la Comunicación de la Universidad de Buenos Aires

Estudios de Cine Documental en el Centro de Formación Profesional SICA

alejostarrio@gmail.com

Twitter: @Alejost

 

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