Zeta Bosio: una vida llena de burbujas

Por: Pablo Strozza

Yo conozco ese lugar es la autobiografía del bajista de Soda Stereo, en donde da cuenta de su vida antes, durante y después de empuñar su instrumento en la banda más popular de América Latina.

Por Pablo Strozza (@pstrozza)

Desde que el hecho de vender discos dejó de ser un negocio redituable para los músicos de rock, muchos de ellos decidieron contar sus exitosas experiencias de vida en forma de libro. Ahí están el primer volumen de las Crónicas de Bob Dylan, Vida de Keith Richards o la Autobiografía de Morrissey, para poner tres grandes ejemplos de megaestrellas que supieron capitalizar la curiosidad de sus seguidores y abrir el arcón de su memoria con revelaciones jugosas y prosas inspiradísimas.

En la Argentina el fenómeno de a poco va ganando adeptos. Por poner dos ejemplos, Sumo por Roberto Pettinato da cuenta del paso del saxofonista por la banda comandada por Luca Prodan, con grandes resultados gracias al estilo de escritura de Petti y a las anécdotas que se narran. Virus, de Marcelo Moura, en cambio, tiene momentos en donde la narración naufraga y la historia se vuelve un tanto intrascendente.

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Yo conozco ese lugar de Zeta Bosio se ubica en un lugar equidistante entre Pettinato y Moura. La autobiografía del bajista de Soda Stereo, si bien no tiene la maestría estilística que sí posee el libro de Petti, se deja repasar con fluidez y las historias que se cuentan mantienen en vilo al lector. Y también, hacia el final, cae en algún pozo como la del actual frontman de Virus, debido a que por cuestiones cronológicas lo más importante que se debía escribir ya pasó varias páginas atrás.

Gran parte del mérito de Yo conozco ese lugar es su principio: los años en los que Héctor Bosio aún no era Zeta. Su familia de inmigrantes italianos, su despertar en la vocación musical y un viaje a través del mundo que realizó en la Fragata Libertad tras su paso por el servicio militar obligatorio permiten ver su lado B y ahondar en ciertos principios morales y éticos que luego, cuando Héctor ya era Zeta, respetó a rajatabla, y que tienen su espantoso clímax con la muerte de su hijo Tobías a raíz de un accidente autonovilístico.

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Para el fan más acérrimo de Soda Stereo o para el conocedor de la obra del trío, si bien no hay revelaciones asombrosas desde lo musical o desde el manejo de su imagen (pioneros absolutos al respecto gracias a sus estudios publicitarios y al hecho de estar al día con todas las tendencias mundiales), sí se pueden destacar detalles un tanto desconocidos, como el verdadero origen del apodo “Zeta” o el hecho de que Gustavo Cerati ya había amagado abandonar la banda tras la gira latinoamericana de Ruido blanco. Pero también se pueden confirmar de primera fuente algunos chismes de pasillo dentro del ambiente rockero vernáculo, como que parte de los resquemores entre ellos comenzaron en el momento en que Cerati decidió privilegiar su persona y registrar a su nombre las canciones en SADAIC, con el consiguiente perjuicio económico para Zeta y Charly Alberti.

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Pero hay un retrato hacía el final del libro, que ya había aparecido en la nota que Ernesto Martelli le hizo a Soda para Rolling Stone a propósito de su regreso, y que no deja de ser impactante. El grupo ya se había separado, y Zeta se encontraba “sin fuerzas para encarar un nuevo proyecto laboral”. “Me pasaba los días haciendo asados para mis hijos y mi mujer: usaba la caja del cabezal Ampeg que había utilizado en las giras de Soda Stereo como mesada para cortar la carne”. No hay una fotografía mejor que ilustre el vacío posterior al que se llega una vez que se conoció la gloria. Por suerte para Zeta y para sus fans, 2007 los vio volver con seis estadios de River Plate colmados en esa “burbuja en el tiempo” que sepultó la imagen del asador familiar para que la del bajista que eclipsaba a todos desde sus movimientos y sus notas vuelva a ser la que todos tengamos en nuestras memorias, hoy y siempre.

 

 

 

 

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