Carlos Wagner rompió el discurso de la decena de imputados colaboradores anteriores. Se sumó Chediack, su sucesor en la Cámara de la Construcción, y un exfuncionario clave: Claudio Uberti. Roggio, Romero… ¿Hasta dónde son útiles testimonios tardíos y parciales?
Carlos Wagner, ex presidente de la Cámara Argentina de la Construcción, se sumó a la figura del arrepentido y reconoció la estructura de cartelización, sobreprecios y coimas en el período K. Tras él, otro empresario que lo sucedió en el mismo cargo sectorial, Juan Chediack, decidió también acogerse al arrepentimiento.
A la lista de más de de una decena de empresarios y funcionarios se sumó una pieza clave: Claudio Uberti, ex titular del Occovi, el organismo que controlaba las concesiones viales y los peajes, funcionario que saltó a la fama por ser el pasajero oficial del vuelo de la valija del venezolano Guido Antonini Wilson y por haber sido el embajador paralelo de Néstor Kirchner en Venezuela. Al cierre de esta nota, Aldo Roggio -sin demasiado éxito- y Gabriel Romero, del grupo Emepa, intentaban conseguir su amparo legal en la figura que todos anhelan. Cada vez más nombres, en una carrera hacia el arrepentimiento que les garantice una morigeración de penas en la causa como la de los Cuadernos de la Corrupción, que no deja de avanzar.
La experiencia internacional lo anticipaba. Los sucesos de los últimos días en la Argentina lo ratifican plenamente. La figura del arrepentido constituye un arma fundamental para enfrentar a la criminalidad organizada, desarmar las complicidades mafiosas y esclarecer delitos graves que amenazan a la sociedad, tales como la corrupción o el narcotráfico.
No hay modo de penetrar las actividades delictivas más siniestras de nuestros tiempos sin la colaboración de algunos de quienes participan de ellas. En paralelo, casi ninguno de los potenciales colaboradores (el casi es una concesión a la relatividad de las cosas) ayudará a la investigación por un genuino “arrepentimiento”. Sólo podrá motivarlos la obtención de beneficios concretos como la disminución sustancial de la pena que temen afrontar y la protección que el Estado puede brindarle.
Claro que para la sociedad no es bueno ni deseable que esos tardíos e interesados colaboradores forzosos de la Justicia queden impunes. Es un precio que aceptamos pagar para que el brazo de la Ley llegue a los líderes de las organizaciones criminales, habilite desarmarlas y quitarles los recursos con los que delinquen y el resultado de los delitos.
De allí que este tipo de norma –y en particular la Ley 27.304 que rige en nuestro país- exija que quien pretende acogerse a ella brinde pruebas fehacientes que sirvan para avanzar contra “…sujetos cuya responsabilidad penal sea igual o mayor a la del imputado arrepentido”. La utilidad de la prueba es básica para que el acuerdo tenga validez y eso debe ser confirmado por el juez y el fiscal en un plazo no mayor a un año.
La Ley define además un delito autónomo, el cometido por un arrepentido si “proporcionare maliciosamente información falsa o datos inexactos”. La pena es muy elevada, de 4 a 10 años de prisión que, además se suma a la pérdida total de los beneficios que se le otorgaron en el acuerdo.
La figura del arrepentido es esencial para el recupero del dinero y bienes objeto del delito y la indemnización de los daños causados. En el Lava Jato, el juez Moro y los fiscales encabezados por Deltan Dallagnol han recuperado más de 3.000 millones de dólares de la corrupción. El recurso principal de tan trascendente logro fueron los acuerdos con los arrepentidos.
En ese contexto, podemos analizar lo que está ocurriendo en la notable investigación iniciada a raíz del testimonio de Oscar Centeno y las anotaciones de sus ya célebres cuadernos. En cuanto empezó a conocerse que la Justicia había confirmado la veracidad de muchos de esos precisos y detallados datos, uno tras otro se fueron sumando imputados que querían acogerse a la figura legal del arrepentido. Cada día nos sorprenden personajes conocidos, sobre todo, al menos por ahora, mayormente del ámbito empresario que, ante la disyuntiva de pasar un tiempo en la cárcel y la incertidumbre sobre su futura condena, reconocen algún tipo de participación en los hechos investigados.
Sin embargo, incluso para arrepentirse, los argentinos son capaces de agregar su impronta, de dejar sentada su peculiaridad. Los testimonios de estos –repitámoslo, tardíos e involuntarios- colaboradores son, como mínimo, parciales, reticentes y tienden a minimizar tanto sus actos como la entidad de los delitos cometidos. Además, por supuesto, no incluyen indemnizar los perjuicios causados ni devolver lo apropiado.
Por lo general, se limitan a reconocer “aportes forzados a campañas electorales” entregados a los gobiernos de Néstor y Cristina Kirchner admitiendo, eso sí, que fueron hechos en forma ilegal y oculta. Lo mismo reconoce el ex jefe de Gabinete Abal Medina, aunque aduce que si bien los “aportes” se hicieron ilegalmente él creía que eran “voluntarios”.
Ahora bien, la sociedad tiene conciencia de que los hechos investigados son parte de un esquema de corrupción y sistémica, caracterizado por la cartelización de las contrataciones públicas, los sobreprecios abonados por el Estado y el pago de enormes sumas a los más altos funcionarios de los Gobiernos de entonces sobre cuya distribución y uso entre ellos hay fuertes indicios y profusión de otras causas penales en trámite. A la vez existen fundadas sospechas sobre el carácter histórico de la corrupción en la obra pública y las contrataciones estatales.
La pretensión de limitar tan graves y complejos delitos a simples contribuciones ilegales a campañas electorales es inaceptable. También lo es el uso de una herramienta legal cuyo fin no es beneficiar a quien se arrepienta ni facilitar que autores o partícipes de delitos se liberen de su responsabilidad. Como dijimos, ese mal uso puede configurar un nuevo delito específico: la Ley no tolera arrepentidos que mientan maliciosamente.
La declaración del ex presidente de la Cámara Argentina de la Construcción, Carlos Wagner, podría comenzar a marcar un grueso y decisivo contraste con las de los otros empresarios, si, como indican los trascendidos periodísticos, éste reconoció la estructura de cartelización, sobreprecios y coimas subyacente tras el pobre eufemismo de los “aportes”.
La Justicia y la sociedad están ante la gran oportunidad de enfrentar un fenómeno criminal que, como se ha demostrado en innumerables casos, priva al Estado de sumas inmensas, indispensables para que cumpla sus fines, produce tragedias evitables como la de Once y tantas otras y facilita el manejo de la administración por asociaciones ilícitas de naturaleza mafiosa.
Para ello no pueden aceptarse “arrepentimientos” a medias, parciales o incompletos y los que acepten colaborar deben hacerlo también devolviendo lo mal habido y reparando los perjuicios que contribuyeron a causar. Sobre esa última faceta decisiva, por el momento, se habla poco y se hace menos.
En el mismo sentido, es hora de que el Senado de la Nación sancione la ley de Extinción de Dominio, demorada hace más de dos años y que puede aportar otra herramienta útil para satisfacer los legítimos reclamos sociales de poner fin a la impunidad.