La evolución según Tuqui: de la carrera armamentista a la bragueta del jean

Por: Tuqui

¿Las sociedades pueden cambiar? Esa pregunta desvela a nuestro columnista de varieté en esta ronda. De los monos que crearon las armas a los niños que nos enseñan a ser viejos. De izquierda a derecha, un recorrido evolutivo y esperanzador.

 

A lo largo de la evolución -que ha producido estos primates que somos- basta observar las dentaduras para saber qué clase de dieta seguía el individuo (molares y premolares) y cómo conseguía la comida (incisivos y caninos). Cuando peleaban unos macacos contra otros (por alguna razón siempre estamos peleando) los más fuertes se imponían. Alguna vez uno de estos simios, más avispado, notó que podía vencer a monos más grandes si enarbolaba un fémur a modo de basto garrote(1).

El hueso aumentaba su poder ofensivo. El mono no lo sabía, pero esa sería milenios más tarde una definición de arma: todo lo que aumente el poder ofensivo del individuo. El hueso astillado, a su vez, pinchaba y cortaba, tosca pero eficazmente.

Otros monos, víctimas de los que atacaban de este modo, adoptaron el método y además encontraron en los costillares pelados de antiguos difuntos una clase de escudo. Una mano atacaba, la otra defendía.

Desde entonces la carrera nunca se interrumpió. La madera, el bronce, el hierro, todo fue usado a medida que “avanzábamos” para construir ambos elementos: armas y escudos. Ante cada nueva defensa, un arma capaz de superarla. Por cada nueva arma, una defensa que pueda resistirla.

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Por entonces ya habíamos descubierto que, estadísticamente, los que más morían eran los que atacaban con la izquierda y usaban el escudo para proteger el lado derecho, mientras que tenían más suerte los que cuidaban la mitad izquierda del tórax, donde se aloja el corazón.

La mano hábil comenzó a ser, en general, la derecha. Es un hecho que los zurdos son minoría. Esto explica también por qué los antiguos idiomas, los que se escribían tallando, corrían de derecha a izquierda: tallar en ese sentido es más cómodo para la mayoría diestra.

Estadísticamente, los que más morían eran los que atacaban con la izquierda y usaban el escudo para proteger el lado derecho, mientras que tenían más suerte los que cuidaban la mitad izquierda del tórax, donde se aloja el corazón.

Eso se transmitió de generación en generación, lo cual no implica que no podamos “entrenar” la mano izquierda para distintos quehaceres. Cosa que en general no hacemos.

Lo que parece fácil, una pavada, puede no serlo tanto. Uno sabe que de acuerdo al sexo los botones de la ropa se abrochan distinto. Sin embargo, el conocimiento sin práctica no produce más que confusión. Si un varón se pone por primera vez un jean de mujer (sé de lo que hablo, créanme) y de pronto necesita con urgencia desabrochar el botón y bajar el cierre, es  probable que, como mínimo, antes de lograrlo se orine una pierna.

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Mientras tanto, esa mente que, según dicen, se fue desarrollando no sólo a partir del pulgar oponible sino también de la posibilidad de manipular a otros, recibe del mismo modo contenidos que se transmiten de generación en generación mediante el discurso aleccionador y la repetición de conductas.

Nadie hace algo que no haya aprendido, salvo por azar. Eso va incorporando cierta novedad en el pensamiento, aunque muy lentamente, y si esa conducta nueva atenta contra el estado de las cosas será rápidamente desalentada por nuestros congéneres.

También estamos entrenados para eso. No conocemos al presidente del Banco Mundial ni a quien le da las órdenes, pero siempre habrá un colega de custodia para cuidar que las “disposiciones superiores” no queden incumplidas.

En cierto sentido estamos hipnotizados, y con lastimera frecuencia hacemos y decimos, sin darnos cuenta, lo que aprendimos que hay que hacer y decir, aunque en nuestro discurso parezca que hemos superado las taras de nuestra educación.

No es fácil despegar de eso, pero ser consciente es un paso necesario si queremos modificar los malos hábitos.

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De pronto, una generación se ha decidido a cambiar los horizontes, los objetivos y los criterios mantenidos durante siglos, y se enfrenta a toda clase de injusticias. Para la otra generación, la de los viejos, es más difícil sacarse de encima cuatro o cinco décadas de aprender las cosas mal, en el mundo que vivimos y queremos cambiar.

Estamos hipnotizados, y con lastimera frecuencia hacemos y decimos, sin darnos cuenta, lo que aprendimos que hay que hacer y decir, aunque en nuestro discurso parezca que hemos superado las taras de nuestra educación.

De ahí la importancia de ser tolerantes. Un poco más didácticos y menos puteadores, quiero decir. No siempre se puede, y en la actualidad, donde todo conflicto entra en ebullición apenas comenzado, menos aún.

Una forma de acercarse a la actitud conciliatoria es pensar si realmente elegimos la posición correcta, si estamos decidiendo por nosotros mismos o cumpliendo un mandato familiar y/o social.

Se requiere calma y reflexión. Calma para evaluar las opiniones distintas y reflexión para analizar las propias. Es un buen ejercicio si no queremos terminar, aunque sea metafóricamente, meándonos una pierna.

Tuqui

 

  1. La utilización del adjetivo “basto” no es casual, es un guiño a los lectores que sepan jugar al truco. Lo mismo ocurre con la palabra “guiño” en esta frase.

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