Un escritor que recibe, por parte de un director de cine, el encargo de un guión. Ese mismo escritor que arranca con la escritura de una novela, para que luego sea adaptada a la pantalla grande. Ciertas imposibilidades técnicas a la ahora del paso de la hoja al film. Una película que se filma y se estrena, y ese escritor que continua con la misma novela, yendo y viniendo y encariñado con los mismos personajes, hasta que deja que ese texto macere hasta abandonarlo a la luz del público ya que, como bien dijo Jorge Luis Borges en Las versiones homéricas, “…no puede haber sino borradores. El concepto de texto definitivo no corresponde sino a la religión o al cansancio”.
Esa es, palabras más, palabras menos, la génesis de El parche caliente, el regreso de Fabián Casas a la novela tras diez años en los que publicó obras de teatros, ensayos y poesía. El guión que, tras ser film, luego se transformó en este libro es ni más ni menos que el de Jauja, la película de Lisandro Alonso protagonizada por Viggo Mortensen, que tuvo su avant premiere mundial en 2014 en el Festival de Cine de Cannes, con Casas y Mortensen enarbolando una bandera de San Lorenzo de Almagro.
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Hay cosas en común entre Jauja y El parche caliente: un militar que desapareció en el desierto y que lleva un vestido de mujer, un perro que está nervioso por la ausencia de su dueño y desarrolla lo que los veterinarios llaman “el parche caliente”, una dermatitis focal que produce inflamación en la piel y que suele aparecer en perros de pelo largo y algunas cosas más que no serán develadas por el temor a la maldición del spoiler. Pero sepa quien haya visto la película que el libro no es ni por asomo una adaptación exacta ni nada por el estilo.
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En El parche caliente hay ecos a la literatura gauchesca; inspiraciones en las novelas que conforman La Trilogía Fronteriza del gran Cormac McCarthy (Todos los hermosos caballos, En la frontera y Ciudades de la llanura), en Juan José Saer, en el César Aira de Ema la cautiva o en el Lucio Mansilla de Una excursión a los indios ranqueles; una reescritura de La madriguera de Franz Kafka y los chistes habituales que Casas maneja con maestría: un personaje llamado Charles Castaneda en honor al autor de Viaje a Itxlán, otro llamado Masilla que hace referencia, claro, a Lucio V. y un Thimothy Griguol que recuerda, por supuesto, al desaparecido director técnico de fútbol. Todo contado desde un estilo que por momentos parece irse a la banquina, pero que está tan controlado como el auto de Max Verstappen al encarar una curva a doscientos kilómetros por hora de velocidad promedio.
Para alguien que jamás leyó a Fabián Casas, ¿conviene adentrarse en su mundo desde El parche caliente? No y sí. Su poesía, libros de ficción como Ocio o sus ensayos sean, quizás, una forma mejor de entrar en ese universo en el que conviven, como ejemplos al azar, el rock de Led Zeppelin, la literatura de Dennis Johnson y películas como Rumble Fish de Francis Ford Coppola sin solución de continuidad. Pero para esos espíritus arriesgados que no le teman a lo nuevo, El parche caliente bien puede ser esa puerta de entrada al Boedismo Zen de Casas. En lo que sí unos y otros coincidirán es que el autor, sin dudas, felicitará a los últimos por su lo jugado de su elección, y no les reprochará nada si el libro no les gusta. En estos tiempos de vanidades y egos exacerbados, de gente que busca sólo trascender por trascender, no es poco decir. Como bien cantó el poeta, “Es inútil que pretendas brillar con tu historia personal. Recuerda que un guerrero no detiene jamás su marcha”.
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