El homónimo debut del cuarteto marcó un antes y un después dentro del entonces incipiente punk rock.
Por Pablo Strozza (@pstrozza)
Algunos dirán que la piedra fundacional del punk rock fue plantada por Iggy Pop y sus Stooges en 1969, cuando la banda registró su primer disco, producido por el Velvet Underground John Cale. Otros hablaran de los anarco rockers MC5, y no faltarán los que, con razón, señalen “Demolición” del grupo peruano Los Saicos como la primera canción punk de todos los tiempos, ya que fue grabada en 1965. Pero unos y otros coincidirán que el impacto cultural que significó el primer disco de los Ramones, editado a finales de abril de 1976, es difícil de igualar para todos esos predecesores.
Cuatro marginales de Forest Hills, un suburbio de Nueva York mundialmente conocido por ser en aquella época sede del Abierto de Tenis de los Estados Unidos, fueron los culpables de esa gesta. Johnny, Joey, Dee Dee y Tommy adoptaron el apellido Ramone en tributo al seudónimo con el que Paul McCartney solía registrarse en los hoteles en plena Beatlemanía y se dedicaron a homenajear a sus influencias (Beatles, Stones, los grupos femeninos de los 60 producidos por Phil Spector) acelerando sus canciones y dotándolas de descripciones sobre sus vidas aburridas. “Si comés todos los días en McDonald’s, y tu mamá te lleva a un mall para tu cumpleaños, y mirás ese mundo corporativo de muzak, algo va a explotar”, le decía Legs McNeil, uno de los fundadores de la revista Punk, al periodista inglés Jon Savage. Así fue como tras una residencia en el club CBGB de Nueva York, y tras ser fichados por Seymour Stein, capo del sello discográfico Sire, los Ramones plasmaron toda su ira y sus frustraciones en su primer disco.
Veintinueve minutos y cuatro segundos de duración para catorce canciones cuya grabación costó seis mil cuatrocientos dólares, más una foto icónica que sólo valió ciento veinticinco billetes verdes. Cifras que hablan a las claras de que esa revolución sonora fue, para el mundo capitalista, de lo más económica. Y que contrasta con los exuberantes presupuestos que se manejaban en esos tiempos de despilfarro por parte de las compañías discográficas. Y esa economía que se refleja en las canciones, en la exigua cantidad de acordes que se manejan. “Maximal is minimal”: una sentencia que tanto Ramones como sus compañeros tecno punks de Suicide aplicaron mejor que nadie.
Gritos de guerra, como el inmortal “Hey, Ho, Let’s Go!” con el que empieza “Blitzrieg Bop”. Declaraciones tiernas de amor, como la de “I Wanna Be Your Boyfriend”. Descripciones de la vida de un taxi boy que paraba en la esquina de las calles “53rd & 3rd”, y que era el mismísimo Dee Dee. Quejas a la clase alta, plasmadas en la explítcita “Beat on the Brat”. Postales de drogas marginales (“Now I Wanna Sniff Some Glue”) y de la vida cotidiana (“I Don’t Wanna Go To The Basement”, “I Don’t Wanna Walk With You”). Y todo cantado por una voz con el tenor de un ladrido, una guitarra cuyas texturas parecían multiplicarse hasta el infinito y una monolítica base rítmica. “Hoy tu amor, mañana el mundo”, aullaban unos Ramones decididos, en 1976, a conquistar el planeta. Su frustración en esa empresa, con excepción de la Argentina, confirma que para ser influyentes no es necesario ser exitosos y confirma que, como bien dijo Fontanarrosa, “el mundo ha vivido equivocado”.