La muy buena película protagonizada por Natalia Oreiro aborda con respeto la vida y la obra de la desaparecida cantante de música tropical, a 20 años de su muerte. Referencias a las biopics hollywoodenses y por qué va a ser un éxito no sólo de taquilla.
Una biopic sobre Gilda a 20 años exactos de su trágica muerte, con Natalia Oreiro como protagonista: si a priori existiese la fórmula asegurada del éxito para una película argentina, este sería el caso. Pero Gilda: No me arrepiento de este amor va más allá y tiene calidad y peso específico propio para ser el gran éxito de taquilla del cine argentino modelo 2016. Un suceso que, sin dudas, también estará acompañado de críticas elogiosas por parte de la prensa especializada. Un fenómeno que no es del todo común y habitual en la Argentina.
Gilda: No me arrepiento de este amor es la historia de una transformación: de cómo Miriam Alejandra Bianchi, una maestra jardinera de Villa Devoto, a los 30 años decidió seguir el llamado de su vocación y presentarse a una audición donde buscaban una voz femenina solista. Cómo una fan de Sui Generis y Franco Simone comenzó a cantar música tropical, con una voz privilegiada y una delgadez que escapaba a los cánones femeninos exuberantes que triunfaban en los 90, como Lía Crucet y Gladys “La Bomba” Tucumana. Y cómo, pese a la oposición de su madre y su esposo, ese sueño logró hacerse realidad.
La directora Lorena Muñoz, que rodó sendos documentales sobre Ada Falcón y David Siqueiros, bebe del modelo hollywoodense de biopics musicales que explotó hace unos años con la aparición casi simultánea de Ray (sobre Ray Charles) y Johnny & June (sobre Johnny Cash). Y Ray es el ejemplo adoptado en este caso. Primero, al aprovecharse para bien de que, gracias a las canciones de Gilda, la batalla por del reconocimiento de la obra por parte del espectador está ganada de antemano, ya que no hace falta ser un experto en música tropical para conocer los temas de Gilda: domingo a domingo las adaptaciones por parte de las hinchadas de fútbol dan cuenta de eso.
Y luego al eludir los golpes bajos. La escena que da cuenta del supuesto “milagro” realizado por la cantante se trata con un respeto similar al momento en el que se muestra que Charles se queda ciego. Se puede criticar la falta de humor de la película y la escena donde, hacia el final, Gilda va a dar su último concierto y asciende por un túnel con una luz blanca al final al más puro estilo Victor Sueyro (no hay spoiler posible en este caso, ya que todos conocemos el final de la historia). Pero estos dos son detalles menores que no arruinan el producto final, pensado tanto para un público ATP como para ser exhibido con suceso en el exterior y que la historia sea comprensible. Y ese cuidado en la entrega final no es menor, y demuestra que se puede lograr una película con un destino popular de recaudación sin subestimar al espectador.
Ya sea dicho y se dirá hasta el hartazgo que Natalia Oreiro parece haber nacido para interpretar a Gilda, pero la repetición de esa sentencia no está de más. Oreiro brilla con una economía gestual que ya había mostrado en Infancia clandestina en los momentos más dramáticos, y se pone en la piel y la voz de la cantante reinterpretándola y sin caer en el recurso fácil de la imitación. Tanto Susana Pampín como Daniel Melingo, como los padres de Gilda, y Angela Torres, como Gilda de niña, hacen suyos los flashbacks que ayudan a comprender la narración. Y Lautaro Delgado (en el papel de Raúl Cagnin, esposo de Gilda y papá de sus dos hijos), Javier Drolas (“Toti” Giménez, productor y descubridor de la cantante) y Roly Serrano (como “El Cholo” Olaya, un inescrupuloso productor del género, casi casi un gangster de hip hop de los Estados Unidos) acompañan con solvencia para un filme que incluye una banda de sonido perfecta ejecutada por Oreiro junto a una banda que incluye a tres de los músicos sobrevivientes del accidente que le costó la vida a Gilda. Un mito que atraviesa a todas las clases sociales y que recibió un justo homenaje con esta película.