Algunos, en el eterno juego de nombrar quien fue el máximo exponente del folklore argentino, hablarán de Mercedes Sosa, gracias a su inconmensurable voz. Otros del Cuchi Leguizamón, por su revolucionaria manera de encarar las composiciones desde lo musical. Y no faltará quien proponga a Leda Vallladares, o a Ariel Ramírez. Pero, como cuando en el tango se cita a Carlos Gardel, todos caerán rendidos cuando se hable de la figura de Don Héctor Roberto Chavero, más conocido por el alias con el que recorrió el mundo: Atahualpa Yupanqui. Un instrumentista sublime, un compositor destacadísimo, un poeta inigualable, un hombre ejemplar bajo todo concepto.
Atahualpa Yupanqui: un trashumante es el nombre del excelente y necesario documental de poco más de una hora y media de duración dirigido por Federico Randazzo Abad, que parte de la digitalización de unos archivos audiovisuales por parte de Roberto “Coya” Chavero, el único hijo del matrimonio de Yupanqui con la pianista francesa Nenette Pepin Fitzpatrick, y presidente de la Fundación que lleva el nombre del artista. Fundación que sostiene el Museo Agua Escondida en lo que fue la casa familiar de Don Ata, Nenette y Roberto, en la localidad cordobesa de Cerro Colorado.
El secreto de la vida de Yupanqui es la permanente fusión que consigue lograr entre su cuerpo y la tierra, más allá de que por motivos políticos haya tenido que ser un desterrado y profeta en el extranjero para luego regresar con gloria a su paria. No por nada siempre afirmaba que su pseudónimo significa, en lengua quechua, “aquel que viene de lejanas tierras a contar una historia”. Así fue que Edith Piaf lo recibió como un par en París el 7 de julio de 1950 para dar un concierto conjunto, y le cedió toda la recaudación, en “Un acto de un extraordinario honor que no olvidaré ni podré pagar jamás”, según se le escucha decir. Y así fue como su arte brilló en todo el mundo, con un énfasis particular en Francia y en Japón, un país que lo fascinaba por sus costumbres milenarias.
Pero más allá de caer rendido ante sus tonadas hipnóticas o escuchar con atención sus reflexiones en los distintos reportajes que aparecen en el documental, es revelador conocer algunos detalles de su vida ocultos para el gran público. Por ejemplo, la importancia que tuvo en su formación la persona de Isabel Aretz, una etnomusicóloga que, durante las décadas del 30 y del 40, rescató y registró en forma de disco, en el norte argentino, esas canciones que se transmitían de generación en generación de manera oral, de un modo similar al de Alan Lomax en los Estados Unidos.
La tortura que sufrió por parte del gobierno de Juan Perón debido a sus confesas simpatías con el Partido Comunista (para que no pudiese tocar más la guitarra le quebraron el dedo índice de la mano derecha, sin tener en cuenta que Don Ata era zurdo) y la acusación de traición por parte del PC cuando decidió, apretado por el peronismo, retirarse para siempre de la vida política (el Partido finalizó un comunicado sobre su postura con la sigla Q.E.P.D.) no pudieron callar la voz poética de Yupanqui.
Versos como “Las penas son de nosotros, las vaquitas son ajenas”, “No necesito el silencio, no tengo en que pensar. Tenía, pero hace tiempo: ahora ya no pienso más”, “Yo no le canto a la luna porque alumbra y nada más, le canto porque ella sabe de mi cargo caminar” o “Poeta de ciertas rimas vete a vivir a la selva. Y aprenderás muchas cosas del hachero y sus miserias. Vive junto con el pueblo, no lo mires desde afuera, que lo primero es el hombre y lo segundo, poeta” lograron el propósito que el propio Yupanqui señala hacia el final de Un trashumante: dejaron de ser suyos y, gracias a ese anonimato, ya son de todos. Un anhelo que vale la pena perseguir en estos tiempos.