El caso del llamado “angel rubio” sirvió para desnudar hasta qué punto prejuicios y creencias a menudo fijadas en los cuentos tradicionales siguen operando en pleno siglo XXI.
Por Jorgelina Zamudio
La nena es pálida, y dueña de una de esas “rubieces” que muchos por comodidad llaman “nórdicas”. Se llama María y habla poco. Quienes dicen ser sus padres son morochos, gordos y gitanos. La escena (nena clara en compañía de pareja de morenos) despierta las suspicacias de la policía. ¿Qué hace esa niña ahí? ¿Cómo que es su hija, si no se les parece en nada?
Todo sucedió en Patrás, Grecia, durante una redada policial en un campamento gitano, en un contexto de creciente hostilidad hacia ellos. De hecho, ocurrió a días de que el gobierno francés expulsara a Leonarda Dibrani, una joven refugiada romaní de 15 años. Y si el episodio de María se volvió noticia y dio la vuelta al mundo, fue precisamente porque resumió en una sola frase (“Hallan niña rubia en campamento gitano”) temores y prejuicios compartidos por millones.
Esto es, que el robo de chicos existe. Y que, como indica la tradición, los agentes de ese crimen horrible son -¿cómo no?- nómades oscuros que hablan en un idioma “distinto” y tienen costumbres “diferentes”. Siempre es así. Siempre los malos en todas las historias son “los otros”. Por algo los cuentos clásicos son un verdadero catálogo de “otredades”: la madrastra, el lobo, el ogro, el gigante.
Enrique De Rosa es psiquiatra y explica que “los comportamientos humanos, al igual que los animales, se basan en principios de autoprotección. La sospecha la desconfianza frente al otro es una marca evolutiva. El hombre necesitó de la desconfianza a lo desconocido para poder sobrevivir, por caso, a un ataque por ejemplo de seres o tribus diferentes étnicamente”. Eva Rotemberg, psicoanalista especializada en niños y titular de www.escuelaparapadres.net, agrega que “el miedo al robo de los niños es una fantasía común. Por eso, cuando hay un caso de este tipo, todas las fantasías persecutorias se activan. Y se termina proyectando todo lo malo en un grupo, generalizando y depositando ‘el mal’ allí”.
Es justamente desde esa misma idea tan antigua de la “otredad peligrosa” (fijada y acunada al calor de los cuentos de hadas que recibimos durante la niñez) que a menudo leemos determinados hechos, especialmente los policiales. Resultado: se hace una suerte de reedición de los relatos temibles que poblaron nuestra infancia, y todos los miedos y prejuicios vuelven a ver la luz. La razón: “al organizar los hechos alrededor del relato e instalar la idea de un otro se profundiza la idea de que el mal y el horror sólo puede venir de afuera. No por casualidad, extranjero y alienado tienen la misma raíz etimológica ”, agrega De Rosa.
“Hoy, las noticias que vemos por televisión son el equivalente contemporáneo de los cuentos de terror. Jóvenes que desaparecen, chicos que mueren en el tren, víctimas de ‘una bala perdida’…Todo eso termina produciendo ansiedad y en muchos casos, fobias sociales”, precisa a su turno Rotemberg. Esos resquemores colectivos tienen, a menudo, un nombre. O un color. O una profesión. O cualquier otra cosa que sirva para hacer de lo temido algo concreto: un hombre con una bolsa, un portero, un profesor de música, una persona con determinado aspecto. Hace casi medio siglo, cuando alguien secuestró a la niña Marta Ofelia Stutz, comenzó a circular el rumor de que había sido raptada por una mujer rubia. Y –como todavía recuerda algún memorioso- la locura colectiva fue tal que muchas rubias decidieron teñirse para escapar del invisible dedo acusador.
Todavía hoy, por lo visto, las enseñanzas de Cesare Lombroso (criminólogo italiano que en el siglo XIX ensayó la construcción de un extraño “Facebook de la delincuencia”, atribuyendo cada crimen a rasgos fisonómicos precisos) siguen gozando de excelente salud. Y así como en el caso de Angeles Rawson muchos condenaron al padrastro sin más evidencia que su rostro desencajado, en el caso de la niña de de Patrás sucedió algo bastante parecido.
El relato (escrito y visual) que acompañó en los medios a la historia de la pequeña María (automáticamente convertida por los medios en “el ángel rubio”) fue otro friso perfecto del prejuicio en acción. Cada paso en la historia se funda en un “no puede ser”, en una suerte de contrasentido nacido y sostenido en el prejuicio. Así, la niña no podía ser de esos padres porque era rubia. Y la niña no podía ser gitana porque era rubia. Y tampoco podía ser pobre (siendo, claro, rubia). Había que buscarle, urgente, unos padres más “dignos” que los que tenía.
El final de la historia no podría haber sido más cruel, ni más irónico: María era efectivamente gitana, hija de una joven romaní que ya tenía varios niños más, todos tan bellos como María. La había entregado a una familia por no poder mantenerla. Pero, esa, claro, ya es la clase de historia sin “Colorín colorado” que desde luego a nadie le interesa escuchar.