Parece una locura, y de hecho lo es. Hablamos aquí de gente (como la mujer muerta en La Pampa tras inyectarse vaselina en los pechos) se aprieta, se raspa, se corta y hasta se mutila en busca de una perfección que siente inalcanzable por no contar con el dinero necesario para una intervención estética segura. Esta es la historia detrás del boom de la cirugía plástica. Bienvenidos al lado B de la belleza: la cirugía plástica hágalo usted mismo.
Por Fernanda Sández
El primer registro que tenemos de algo asimilable a una cirugía estética medianamente exitosa data de hace casi medio milenio, cuando un médico italiano llamado Gaspare Tagliacozzi, egresado de la prestigiosa Universidad de Bolonia, tuvo la ocurrencia de asistir a un caballero que había perdido la nariz en el fragor de un duelo a espadazo limpio. Así nació el llamado “método italiano” de rinoplastia que- salvaje y todo como era, ya que consistía en suturar la nariz al brazo del paciente, para volver a separar las partes meses más tarde, cuando ya en la nariz hubiese crecido la carne- fue por mucho tiempo la única respuesta “científica” a mutilaciones de este tipo.
Como sea, el episodio deja bien en claro que el origen de lo que luego terminó llamándose cirugía plástica tuvo un fin bien concreto: reparar un daño ídem. Nada pues de pretensiones embellecedoras, de achicar cinturas o rejuvenecer rostros. No. Los primeros pacientes de estos “proto cirujanos plástico” fueron multilados, gente que perdía alguna parte de su cuerpo en un accidente, al cabo de una enfermedad, en un duelo o en la guerra. Nada de vanidad, ni de capricho por esos días, en donde esta cirugía en germinación no buscaba la perfección sino la restauración.
Para toparnos con el primer registro confiable de personas obsesionadas por sus propios cuerpos habrá que esperar tres siglos más. Porque recién 300 años después de que Tagliacozzi reconstruyera la nariz de su paciente adosando la cara de éste a su antebrazo, otro médico italiano – el psiquiatra genovés Enrico Morselli- fue el primero en hablar de personas tan obsesionadas con una parte puntual de sus propias anatomías (supuestamente defectuosa o desagradable) que llegaban a hacer de ese “defecto” (real algunas veces, imaginario todas las demás) el eje en torno del cual giraba el resto de sus existencias. Sufren “la conciencia de la idea de su propia deformidad. El individuo teme ser o convertirse en deforme”, anota Morselli en 1886.
Con el tiempo, aquel síndrome llegaría a tener nombre propio: Desorden dismórfico corporal o BDD, según su sigla en inglés. También se lo denomina Dismorfofobia y se caracteriza, según su definición, por la “preocupación por un defecto corporal mínimo o por defectos corporales imaginarios” que, para quien sufre de este cuadro, son evidentes para los demás.
El punto es que, más allá de los casos más extremos (como esos en los que quien padece cubre todos los espejos a su alrededor y ya no sale de su casa ni para trabajar) hay muchos casos “intermedios” en donde lo que es patología pasa por simple interés por “verse mejor”. Y, en un mundo en donde la belleza mueve millones y la más mínima “imperfección” física se paga carísimo, los dismorfofóbicos se mueven con absoluta tranquilidad. Y a menudo hasta son alentados por profesionales inescrupulosos para que se operen a repetición, en busca de esa perfección que no alcanzarán nunca.
No por casualidad, de hecho, según cifras de la Sociedad Internacional de Cirujanos Plásticos y Estéticos (ISAPS), en 2011 se realizaron en el mundo 1.268.287 lipoplastías, 1.205.251 cirugías de aumento de busto y 703.610 blafaroplastías, o cirugía de párpados. Millones de pacientes, millones de millones de dólares invertidos en una industria que (sólo en los Estados Unidos) genera casi 20 mil millones de dólares al año.
¿Y qué pasa, entonces, con aquellos que- por cuestiones económicas o de otro tipo- no llegan a la ansiada operación? ¿Qué pasa con todos esos que –porque un médico responsable se negó a operarlos, porque “no les dan los números”, por la razón que fuere- no acceden a su sueño del quirófano propio? Por horroroso que pueda parecer, se hacen cargo ellos mismos de sus propias intervenciones…con todo lo que eso implica.
David Veale es un psiquiatra inglés y ha tenido oportunidad de interactuar con pacientes que sufren distintos grados de dismorfofobia. Y tal vez el caso más extremo de todos los que ha tratado sea el de un hombre joven, obsesionado con la supuesta “fealdad” de su propia nariz. Dato a tener en cuenta: la nariz, los ojos, las piernas y los pechos (en el caso de las mujeres) son algunos de los puntos “críticos” sobre los que los dismorfobóficos suelen centrar su atención. Y su ira.
De hecho, el paciente del que habla Veale en uno de sus más difundidos trabajos de investigación –luego de estudiar durante días la estructura de la nariz y el posible modo de “arreglarla” por su cuenta- decidió poner manos a la obra. Fue al baño y, tras algunos golpes de cincel, creyó haber terminado con su “problema”. En donde antes estaba el tabique, había insertado un hueso de pollo. Había nacido una nueva – y atroz- forma de “cirugía plástica”: la cirugía plástica hágalo usted mismo, o DIYCS, según su sigla en inglés.
Hoy, eso que a muchos les parece una locura está propagándose –aunque con matices “locales”- por todo el globo. Así, mientras en la India las jóvenes casaderas suelen recurrir a peligrosas fórmulas blanqueadoras caseras para borrar el tinte oscuro de su piel, en Japón se usan unos ganchos llamados Coco para respingar la nariz sin tener que pagar para eso una costosa rinoplastia. No muy distinto es el paisaje en el resto de Asia, el continente más “cirujeado” del mundo con más de 4 millones de cirugías realizadas en 2011, según cifras de la Sociedad Internacional de Cirujanos Plásticos y Estéticos (ISAPS).
Allí, los jóvenes coreanos que impusieron el Gangnam Style (sí, ese insoportable “baile del caballo” que puso a galopar a medio planeta) tienen en la cirugía plástica uno de sus hábitos más comunes. Pero para quienes no están en condiciones de recurrir a los servicios del Cinturón de Belleza (como se le dice en el barrio de Gangnam a la media docena de manzanas en donde se concentran los cirujanos plásticos certificados que prometen “occidentalizar” la mirada o mejorar la sonrisa) siempre quedan a disposición los mil y un artilugios de la industria cosmética local. Entre ellos, pinzas para afinar la nariz, anteojos que mantienen los ojos abiertos y prometen una “mirada de Hollywood” y hasta un insólito “afinador de mejillas” que promete borrar redondeces faciales y que también se vende por miles.
Pero tampoco hay que irse tan lejos para encontrar ejemplos de esta peligrosa tendencia al auto modelado. De hecho, antes del caso de la deportista pampeana Sonia Pérez Llanzón, muerta a los 39 años en el hospital Lucio Molas tras haberse inyectado (o haberse dejado inyectar) vaselina en sus mamas, muchas otras mujeres sucumbieron a la extraña tentación de hacer por sí mismas lo que sólo puede hacerse bien dentro de un quirófano, y en manos de un verdadero especialista. Y que, valga la aclaración, ni siquiera así es 100% seguro. De hecho, en diciembre pasado una joven mendocina murió en una clínica durante una liposucción. Y en octubre de 2008, en Córdoba y durante una intervención estética “con todas las de la ley”, murió una joven de apenas 35 años.
Evidentemente, el reino de la belleza de quirófano no es tan ascéptico como el mercado estético necesita hacernos creer. Está, en realidad, lleno de imprevistos, de sangre, de dolores y de riesgos. No por casualidad, antes de cualquier intervención de este tipo el paciente debe firmar lo que se conoce como “consentimiento informado”, algo así como la constancia de que sabe a qué clase de riesgos se está exponiendo al someterse a una interveción de esta naturaleza. Riesgos que se multiplican, claro, por diez, por cien y por mil cuando es una misma la que decide tomar el rol de cirujano y jugar al aprendiz de brujo en un territorio en el que el más mínimo error se paga nada menos que con la vida.
Para saber más:
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