Por Fernanda Sández
¿Quién fue el primero? ¿Mauricio Macri, con aquel tan simpático comentario según el cual “a todas las mujeres les gustan los piropos, así les digan ´¡Qué lindo culo que tenés!´? No, no, ése no fue el primero. Ni el último, claro.
Carlos Kunkel (diputado nacional del Frente para la Victoria) , diciendo que “el país no se gobierna paseando con bataclanas” (en alusión a Jessica Cirio, la novia de Martín Insaurralde, y a la presencia de éste en Show Match), Miguel Del Sel (ex candidato a gobernador de Santa Fe por el PRO) tratando a la presidente de “vieja chota hdp”(siempre lo dijo: “Yo soy un artista”) o René Goane (Ministro de la Suprema Corte de Tucumán) diciendo que la baja productividad de los juzgados se debía a la alta presencia femenina en ellos porque “las mujeres instalaron la cultura del medio día y quieren entrar al Tribunales para tener la tarde libre son (en distintos momentos, lugares y desde posturas muy diversas dentro del espectro político), ejemplos de una afinidad profunda: una mirada violenta, despectiva y discriminatoria hacia las mujeres.
Pero quizá el premio mayor deba llevárselo el vice intendente de La Pampa- Angel Baraybar, del PJ- quien se despachó con otra genialidad que – de haber sido un trago- bien podría haberse llamado Son todas putas y su receta sería así: “Tomar partes iguales de machismo y de ignorancia, batir con prejuicio, agregar una pizca de lugar común, servir en los medios de comunicación y sorprender a todo el auditorio”.
¿Qué dijo, el mandatario? Otra perla para el rosario machista que se reza juntando las manos (y escondiendo el garrote), de rodillas frente a la estampita de Ricardo Barreda, santo patrono de los violentos. Declaró, muy suelto de corrección política, que si bien hay mujeres captadas por redes de trata, también “hay chicas a las que les gusta ese trabajo”.
“Entiendo que la prostitución como una de las profesiones más viejas del mundo no se va a terminar nunca, por necesidad o por lo que sea. Imagino que hay gente a la que la lleva la necesidad de vivir, manteniendo aunque más no sea su familia; y hay algunas que realmente lo hacen porque les gusta la profesión”, aseguró.
A ver: va de nuevo y despacito, así queda claro y sin dudas: el “oficio” más viejo del mundo es la explotación de un ser humano por otro. Alguna vez, eso se llamó “esclavitud”, más tarde le dijeron “trata de personas”. Y siempre (por pereza mental, imagino) se la llamó “prostitución”, que no es otra cosa que pagarle a alguien para que se deje hacer o haga lo que seguramente, de poder elegir, no haría. No al menos con esa persona que necesita convencer a través del dinero.
Como se lee en el libro de Lydia Cacho Esclavas del poder, un viaje al corazón de la trata sexual de mujeres y niñas en el mundo (Debate), “la trata sexual fomenta, recrea y fortalece una cultura de normalización de la esclavitud, como respuesta aceptable a la pobreza y a la falta de educación de millones de mujeres, niñas y niños”.
¿Qué es un trabajo? Perfecto. Si ése es el caso, sería bueno saber por qué los defensores de esa idea no suelen inscribir a su propias hijas, nietas, madres, amigas o hermanas en un curso corto de prostitución, como para que se ganen unos pesitos antes de las vacaciones. O, mejor todavía, que me explicaran por qué- en estos veinticinco años que llevo en el periodismo- nunca pero nunca conocí a ninguna prostituta que soñara con heredarle la “vocación” a su hija. O a su nieta. Y les aseguro que he entrevistado a cientos.
¿Qué clase de trabajo consiste esencialmente en que te dejes violar por plata? ¿Qué clase de oficio es ése en el que amenazas y palizas a cargo de algun “cliente” pueden darse por sentadas? ¿Qué clase de “empleo” es ése en donde para poder “trabajar” tenés que pactar antes con la policía? Ninguno, salvo éste.
Alguna vez, hace mucho tiempo, una chica de la Asociación de Meretrices Argentinas (AMAR) accedió a contarme su historia. Y ese día volví a comprobar que las famosas “mujeres de vida alegre” de esto último tienen bastante poco. Abusada de nena, golpeada ferozmente por su abuela, embarazada a los doce años, terminó fugándose a
Buenos Aires oculta en el techo de un tren. De Tucumán a Buenos Aires, colada. La vida “alegre”. Justamente.
Con el tiempo, pudo traerse a su hijo a vivir con ella. Una noche, un supuesto “cliente” la citó en un departamento en donde había siete tipos más. Le hicieron tantas cosas, y tan brutales, que finalmente la tiraron desnuda en una plaza, dándola por muerta. Un hombre la encontró y la llevó al hospital. Después de varios días ahi, se recuperó. Y volvió a la calle, el único lugar en donde desde chica supo que se podía quedar sin que nadie la echara.
Por eso, si hablar de “oficio”, “trabajo” o “profesión” (cuando en la mayoría de los casos hasta ahí se llega por abandono y desesperación) en boca de cualquiera resulta de un cinismo peligroso, cuando esa misma clase de ideas reaparecen en boca de alguna autoridad la cuestión se torna doblemente inquietante.
Porque si nada menos que el vice jefe de gobierno cuenta, muerto de risa, que alguna vez incluso le apostó un asado al cura del pueblo, asegurando que no podría sacar a un grupo de mujeres de la “mala vida” o nada menos que un jefe de gobierno sabe de lo que opinan las mujeres de los piropos más que ellas mismas, caramba. No hemos avanzado mucho que digamos.
En la Antigua Roma, extranjeros, esclavos y niños eran lo mismo y compartían la misma falta total de derechos. En Argentina hoy, dos mil años más tarde, cada treinta horas muere una mujer por violencia sexista. Y, según explica la abogada Patricia Sanmammed, defensora en varias causas por violencia de género, “para la justicia y los funcionarios –especialmente jueces y fiscales- el principio de inocencia entra en pausa cuando la acusada es una mujer. Yo, por ejemplo, he defendido a una chica de diecisiete años que cursó un embarazo en secreto y sin atención médica. Parió en su casa, el bebé se murió y a ella, siendo menor, le quisieron dar cadena perpetua”.
“Todo el sistema judicial está atravesado por un grado de sexismo alarmante, y los fallos suelen expresar justamente eso”, continúa. “Para la justicia, en Argentina, toda mujer es culpable a menos que se demuestre lo contrario. Y eso tiene que ver directamente con una mirada machista y patriarcal que no es privativa de este ámbito sino que atraviesa a la sociedad entera”.
En el mismo sentido se expresa Monique Altschul, directora de la organización Mujeres En Igualdad (MEI). Según ella, “es como si hubiese un discurso políticamente correcto que es el que se enuncia en voz alta, y otro discurso que emerge cada tanto y que refleja lo que realmente piensan jueces, autoridades y políticos en general. Y esto se traduce después tanto en las decisiones que toman como en los fallos que dictan. Y, claro, en los comentarios que hacen”, comenta.
“En materia de acceso a la justicia, por ejemplo, lo que cuentan abogadas y juezas es demoledor. Pero ese sexismo también se nota muchísimo en los partidos políticos, porque para afuera dicen una cosa pero después, para adentro, ves que las cartas orgánicas no se han reformado y que no cumplen con cuestiones tan básicas como el cupo femenino”, ilustra.
Y acota que “lo irónico es que –en el caso de La Pampa, por ejemplo- hace tiempo se logró que en Santa Rosa se prohibieran las llamadas “whiskerías” o cabarets. Entonces, ¿cómo se entiende? Por la naturalización que se hace de todas las formas de violencia contra las mujeres”, detalla. Y sigue: “un sólo dato: de las pocas condenas que hay en materia de violencia contra la mujer, son casi todas por violencia física y casi ninguna por violencia psicológica. Es como si eso fuera menos importante que lo otro”.
Será que ellas –las mujeres. Es decir, vos y yo, tu hermana, tu amiga, tu hija- son desde siempre “menos importantes”. Menos dignas de ser escuchadas y creídas, menos merecedoras de una educación que les sirva para algo, menos calificadas para un trabajo decente. Lo dicho por tantos, tantas veces: “Son todas iguales”. O “Son todas putas”. Y, en cualquier caso, valen nada.
Para saber más:
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