“Parirás con dolor” fue la sentencia bíblica y, desde entonces, para millones de mujeres el momento de dar al luz se convirtió en una verdadera maldición. O no. Hoy, en la nueva senda de lo que se conoce como “parto respetado” y el Ministerio de Salud bonaerense acaba de enviar el proywcto a la legislatura provincial para ampliar los derechos de las embarazadas al momento del parto. La iniciativa dispone que la madre debe estar bien informada sobre lo que le están haciendo, no aceptar intervenciones médicas innecesarias y un parto natural respetuoso de los tiempos biológicos, sin apelar a la cesárea si no hay una verdadera necesidad.
Primera aclaración importante: no soy médica. Segunda aclaración importante: soy madre. Tercera aclaración no importante, sino fundamental: en el momento de dar a luz, aunque sea una la que pone el cuerpo –la vida- en juego, lo que piense, opine, sienta o sepa la madre (“la parturienta, señora, exprésese bien”, corrige el galeno) no contará nunca tanto como lo que piense, opine o sepa el médico.
Lástima: yo llegué a la sala de parto sin saber eso. Corrección: sin saber que eso sería tan así que, en el momento de las contracciones, las corridas, el sangrado y unos dolores que no vas a poder imaginar hasta que los hayas pasado (imaginate a un enanito martillando con una maza tu huesito dulce, a cada vez más fuerte y cada vez más rápido), mi cuerpo ya no sería mío sino de Su Eminencia, el Obstetra, y de Su Alteza, la Partera. “Obstétrica”, vuelve a corregir mi médico interior, y tiene razón. Estudié Letras, no Medicina. Y el que sabe lo que le pasa a mi anatomía (incluso en un momento tan íntimo como dar a luz) es él y no yo. Aunque yo sea la que sangra, y el bebé sea mi hijo.
Como sea, hice el consabido curso de preparto. Jadeé, elongué, flexioné. Pujé abrazada estúpidamente a un almohadón violeta, y rodeada por otras panzonas gemebundas. Durante noventa días no hice más que cerrar los ojos cuando me lo indicaron y “visualizar” campos y más campos verdes, o paisajes de mar. De fondo sonaban unas músicas suaves. “El dolor está en tu mente”, repetía la coordinadora del curso. Y yo, con ella. Pero todo fue en vano. Todo, todo, todo.
La hago corta: durante las cuatro horas que tomó el proceso de dilatación (todo debe estirarse ahí abajo para que el bebé pueda salir) y estuve en casa, todo fue bien. Dolía y cómo cada tanto, pero entre la emoción, el susto y la compañía de mi mamá, sentí que nada podía salir mal. Error.
Al llegar a la clínica, me convertí automáticamente en una “paciente” pese a no estar enferma y sentí claramente cómo médico y partera estaban decididos a “despachar” el asunto cuanto antes. Costara lo que costara y sufriera quien sufriese. ¿Adivinan? Sí: “quien” era yo. Así que me pusieron un camisolín, me acomodaron sobre una camilla de chapa y me pusieron bajo unas luces horrendas. “El doctor tiene que ver bien”, me explicaron.
Me tocó pues ser cortada, inyectada, atada, apretada y cosida. Todo en menos de dos horas. Todo sin que mi llanto, mis gritos ni mis pedidos de anestesia o calmantes importaran nada. “Tuviste un parto como hace doscientos años”, me dijo la partera. De haber tenido fuerzas, la habría insultado hasta en arameo. Pero sólo temblaba de frío. Y de rabia.
Después, lo de siempre: lo lindo del bebé te hace olvidar todo lo demás. Después, lo de siempre: presentís que, de haber nacido de otra manera –menos brutal, menos veloz, menos pendiente de los horarios del médico y más atentos a tus ritmos y los de tu hijo- todo habría sido más feliz. Y entre un embarazo hermoso y un hijo ídem, no habría existido ésa que fue para mí una de las peores noches de toda mi vida.
“Nacer no es un acto médico”, me revelaría tiempo después el doctor Carlos Burgos, médico él mismo y ferviente defensor de eso que en el principio se conoció como “parto humanizado” y al que hoy se llama sencillamente “parto respetado”. ¿Por qué? Por eso mismo: porque es la clase de nacimiento en la que se respetan los tiempos, los deseos y las necesidades de la madre, del papá y del bebé en viaje. Porque si el parto dura tres o cuatro horas, nadie vendrá a colocarte el maldito “goteo” para acelerar un proceso que por algo la biología, la naturaleza o como prefieras llamarlo imaginó lento, gradual y acompasado.
Ha pasado mucho tiempo desde mi triste “parto a los ponchazos”. Lamentablemente, ya no tengo edad para intentar una segunda –y más feliz- experiencia. Pero, de poder hacerlo, haría lo que han hecho muchas amigas mías: tomando los máximos recaudos y poniéndome en manos de personas idóneas y responsables (hay, de hecho, muchos profesionales médicos que apuestan y promueven este otro modo de nacer), intentaría parir a mi manera, rodeada de los que amo, posiblemente en mi casa y sin estar pendiente de los tiempos de otros.
Nacer, como todas las mejores cosas de la vida, es un misterio y un milagro que no entiende de cronómetros ni de posiciones fijas. Si estás atenta, hay una extraña sabiduría (eso a lo que muchos le dicen “instinto”) que de algún modo comienza a actuar en voz cuando entrás en ese trance de traer a otro ser al mundo. Celebro entonces por las que se animen y puedan intentarlo. Mi tiempo ya se pasó. Ojalá no se pase también el tuyo.
Para saber más:
http://www.aoargentina.org.ar/noticias/105-partorespetado.html
http://www.lanacion.com.ar/1127038-comenzo-la-semana-mundial-del-parto-respetado