No, no hablamos de las concesiones de Grecia a la Troika sino de algo bastante más doméstico pero no menos dramático: la desesperación por figurar llevada al extremo y el consumo de “freaks mediáticos” como síntoma social. ¿Qué nos pasa a los argentinos?
En esta foto posa llorosa, en las inmediaciones de una iglesia, y declara –abrazada a un rosario- que quiere ver al Papa para que “me perdone”. En esta otra foto se la ve mientras un policía norteamericano le coloca un par de esposas. En esta foto de más allá, reposa cual lobo marino sobre una especie de roca en una pose cuasi proctológica.
¿Qué le pasa a Victoria Xipolitakis? Puede que ni ella misma lo sepa. Salta pues de la pista del Bailando (adonde entró llorando a moco tendido por la emoción y de donde terminó huyendo porque, según dijo, su compañeros le hacían “bowling”) a Disneylandia (donde se retrata disfrazada de Minnie, al lado del Ratón Mickey), y de allí al edificio Le Parc (de donde más tarde declaró que se iría por temor al “fantasma de Nisman”), y de allí a la iglesia, a rezar para la foto, y más tarde con los implantes al aire, vestida de blanco y a Paraguay, a tratar de ver –o eso dijo- al Papa Francisco.
Pero tal vez la pregunta esté mal formulada. Porque, más allá de lo que le pase a esta mujer que salta de lío en lío con la precisión de un misil teledirigido, lo que en todo caso sorprende es cómo siempre hay medios-y público- dispuestos a seguirla en sus andanzas. “¿Qué nos pasa a los argentinos?”, preguntaría en un caso como éste el humorista Fabio Alberti. ¿Qué le sucede a una sociedad que parece fabricar a repetición esta clase de bufones mediáticos, primero, y descartarlos, después?
Porque esto que hoy está pasando con la vedette ya sucedió antes –aunque con matices- con esos otros dos mediáticos de pedigree llamados Ricardo Fort y Zulma Lobato. Los dos tuvieron dosis parecidas de escándalos, exposición y burlas. Y a los dos, en algún momento, la picadora de carne de los medios terminó diciéndoles que ya era suficiente. Que podían esfumarse. Que el show debía continuar. Pero sin ellos.
¿A qué nuestro enganche fatal con esta clase de perfiles? Para Graciela Moreschi, médica psiquiatra, lo que sucede con ellos es que “promueven una especie de fascinación porque hacen lo que nosotros no haríamos. Aquello que sale de toda lógica, de lo esperable. Generan así el efecto de lo increíble, de la sorpresa. Pero el problema más grave con esto no es la curiosidad que promueve sino el hecho de que para muchos esta popularidad es sinónimo de ser una persona importante. Por algo les piden autógrafos, los idealizan”, comenta.
No exagera. Porque después del Boeing- Gate (ése en el que se vio a Vicky en la cabina de mando, jugando a ser la “pilota” de un vuelo en el que viajaban ochenta pasajeros y tripulaban dos que riman con esa palabra), no sólo hubo abucheos para ella. De hecho, cuando volvió a pisar un aeropuerto, mucha gente quiso sacarse fotos con ella.
“Y ahí está el problema, porque la popularidad se ha transformado en un valor en sí mismo. Lo que cuenta es ser “famoso”, sin importar a qué se deba esa popularidad. Hay una absoluta pérdida de sentido de todo y cuando la vida no tiene un sentido más allá de sí misma, se cae en el vacío”, explica. Hoy, los especialistas coinciden en señalar que lo que abunda en las consultas son las denominadas “patologías de vacío”. “Esto eso adicciones de todo tipo, (a las compras, a los medicamentos, a la fama, a la riqueza, a las cámaras) y también a trastornos de personalidad narcisistas. En todo los casos son personas que están muy solas, insatisfechas, que entran en una carrera loca por llenar ese vacío”, precisa.
De todos modos, lo realmente alarmante de todo esto son los seguidores de estos personajes. Entre ellos, esos chicos que se matan por entrar a la casa de Gran Hermano y exponer sus miserias para poder tener un minuto de fama. Jóvenes que ven a la griega como un ídolo o, en la misma tónica, aquellos que un Día del Amigo eligieron como amigo ideal a Fort que llevaba a pasear a aquellos que aceptaban seguirlo y dejarse maltratar por él”, recuerda.
Para Diana Litvinoff, psicoanalista, miembro de la Asociación Psicoanalítica Argentina (APA) y autora de El sujeto escondido en la realidad virtual, “en una sociedad en la que se exalta el poder mostrarse y ostentar lo propio, la fama aparece como uno de los principales valores. La aspiración a que la vida privada se haga pública, hace que se desee, como dice la frase, “Que se hable de uno aunque sea mal”.
Frente a semejante nivel de desesperación por lograr tres segundos más de cámara, Moria Casán – metida a oráculo de Vicky- no dudó en hablar de “adicción”. “Estoy avergonzada y angustiada por todo lo que se generó por una persona con una adicción dura que es a ella misma», dijo. Y contó incluso cómo a la griega el no aparecer en las redes la deprimía, y hasta qué punto llega su obsesión por verse en el ojo mediático a como dé lugar.
De hecho, en estos días se supo que su supuesto arresto en Miami por andar desnuda había sido fraguado. Ella misma le había pedido al policía que la esposara para la foto, “porque a mí me gustan los policías”. El oficial terminó sumariado y a ella quieren acusarla de felonía, lo que podría depararle una multa de 5000 dólares.
El supuesto desnudo para Playboy también había sido un truco; la revista desmintió que hubiera tenido algo que ver en esa absurda sesión de fotos callejeras en la que la se ve a la vedette bajando de un Lamborgini en lolas y en tacos. Armando Bo, un poroto.
“Lo que pasa es que ella le creció el cuerpo pero la cabeza no”, trató de ¿ayudarla? su hermana en pleno escándalo por el vuelo a seis manos, ése en el que –como ella misma confesó en una entrevista con Jorge Rial- “las chicas me trajeron un té con leche y a mí se me cayó sobre los controles”. Pero, y de nuevo: ¿es de ella la culpa? ¿Se le puede pedir acaso a alguien cuyo mayor mérito ha sido operarse hasta convertirse en otra que sepa hacer algo más que tomarse una selfie tras otra?
“Alcanzar popularidad tiene que ver con la posibilidad de conmover el sentir o el pensar de los otros; supone esfuerzo, continuidad, trascendencia”, apunta Litvinoff. “Pero suele tomarse la consecuencia de estos actos notables como lo primordial, y el “ser conocido” se transforma en una meta en misma”. El tema es figurar al precio que sea: un desnudo, un delito, un papelón. Una tragedia.
Para Moreschi, de hecho, esta clase de personalidades merecen atención especial justamente porque no toman conciencia de lo peligroso que implica jugar siempre tan al límite de todas las cosas. “En la mayoría de los casos, lo que hay de fondo es una patología y muy grave. El tema es que no es fácil que se traten. Lo mejor que podríamos hacer por ellos es ignorarlos, ya que probablemente entrarían en depresión y buscarían ayuda. Pero mientras haya cámaras esperándolos, no se tratarán”, sentencia. Y sólo habrá que esperar la nueva patinada de Miss X para entender cuánta razón tiene.