Tercer Congreso Internacional de Salud y Medio Ambiente en Rosario
En el marco de la Semana por la Ciencia Digna, se reunieron en Rosario especialistas de toda Latinoamérica para analizar el impacto en los actuales modelos de producción en la salud de las poblaciones y los ecosistemas. Diagnóstico: alerta rojo.
Por Fernanda Sández (@siwisi)
En la Facultad de Ciencias Médicas de la Universidad Nacional de Rosario se reunieron expertos de doce países y más de doscientos participantes a conocer cuál es hoy la situación de los ecosistemas y las poblaciones afectadas por el modelo extractivista. Esto es, cómo responden la tierra, las aguas, los animales y las personas en contextos de monocultivo, fracking, desmonte y minería a cielo abierto, entre tantas otras formas de explotación descontrolada de los recursos naturales.
Desde Ecuador, Colombia, Brasil, México, Uruguay, Costa Rica y otros países –incluyendo, desde luego, al país anfitrión- llegaron las respuestas y (salvo algunas excepciones) no fueron precisamente alentadoras. Con ligerísimos matices, las historias son las mismas y se podrían reducir a una, contada mil veces: de país en país, y escudándose siempre en una idea de desarrollo cuanto menos sospechosa, los campesinos son expulsados del campo, los pueblos que viven sobre un yacimiento gasífero o petrolero conviven con la contaminación y la violencia y las comunidades expuestas al uso masivo de agroquímicos (estimada en 13 millones de personas) se enferman y mueren sin siquiera saber por qué.
De todo eso y de mucho más se conversó en Rosario del 15 al 19 de junio, en un encuentro doblemente interesante porque no se trató de una típica convocatoria ambientalista llena de rastas y suéteres made in El Bolsón sino de un espacio en donde se encontraron, dialogaron y discutieron científicos de primer nivel (desde investigadores del CONICET hasta profesores de prestigiosas universidades del exterior) con organizaciones de la sociedad civil, activistas, víctimas y estudiantes.
También hubo referentes internacionales de la cuestión ambiental de la talla de Marie Monique Robin, la investigadora francesa autora El mundo según Monsanto (un best seller traducido a 28 idiomas) y de Nuestro veneno cotidiano, un libro de denuncia sobre los residuos de pesticidas que ingerimos con cada comida.
En ese sentido, la conferencia del investigador brasileño Rubens Nodari, catadrático de la Universidad de Santa Catarina y ex miembro de la Comisión de Bioseguridad de Brasil, fue demoledora porque –con datos y papers- dio por tierra con cada uno de los mitos de la agricultura industrial y su “producto estrella”: los organismos genéticamente modificados.
“Después de cuatro años de aplicación continua, la dosis de herbicidas debe aumentarse porque se generan malezas resistentes o super malezas”, apuntó. “¿Por qué? Porque una cosa es lo que se observa en el laboratorio y otra muy distinta lo que puede suceder en la realidad. Por ejemplo: se probó que la danza mediante la cual las abejas guian a sus compañeras hasta los lugares donde hay flores se altera, se deforma cuando esas abejas consumen polen del maíz trasngénico”, alertó.
Pero además puso el foco en una cuestión central: la incertidumbre. Nadie sabe a ciencia cierta cómo pueden evolucionar las plantas con un gen de una bacteria o con un gen de un pez en su haber. O tal vez ya sí, y las noticias no son las mejores. Por sólo citar un ejemplo: según varios trabajos conducidos por el doctor Rafael Lajmanovich, titular de la cátedra de Ecotoxicología en la Universidad Nacional del Litoral, en esta última década el número de batracios deformes (sin patas, con las patas unidas o con miembros “a medio salir”) se ha visto incrementado en las áreas agroindustriales. “Pero no sólo eso: también se ha encontrado en los cuerpos de agua la misma toxina BT que contiene el maíz transgénico. ¿Casualidad o causalidad?”, se preguntó al cierre de su exposición.
A lo largo de todos estos días, lo que desfiló en las voces, en las diapositivas, en los videos, fue siempre lo mismo: la certeza del daño. En los insectos alterados, en las especies desaparecidas, en las historias de muerte y envenenamiento, en los mapas que muestran el avance imparable de los cultivos genéticamente modificados sobre cada provincia – un investigador explicó que ya se están haciendo experimentos con la omnipresente soja también en la Patagonia, para ver si la semilla de los millones puede ser también “tuneada” para resistir la sequía y el frío de la estepa- , en cada fotograma de esta película enloquecida está la profecía que pocos quieren escuchar.
Y para los que ni siquiera así se convencen, está Fabián Tomassi, el ex trabajador rural que aplicó por años los venenos que hoy, a los 49 años, lo han transformado en una figura delgada y frágil. Fabián tiene una polineuropatía tóxica que –como sucede con las plantas luego de la aplicación de los herbicidas- lo ha secado, literalmente.
Apenas camina, no puede mover las manos, no puede bañarse solo. El doctor Roberto Lescano –quien salvó la vida de Fabián al darle un diagnóstico cierto cuando todos los demás profesionales erraban en tratamientos y diagnóstico, no duda: los responsables de su actual estado no son otros que esos agroquímicos a los que en el campo todavía se les dice “remedios”.
“Yo no sé si ustedes tienen la capacidad de ver la cantidad de gente a la cual yo represento”, comenzó, hablándole a un micrófono sostenido por Nadia, su hija y compañera. “Creo que en este congreso hubo pocos afectados. Yo no voy a hablar de lo que me afectó a mi porque ya lo han escuchado en días anteriores. Yo de lo que quiero hablar es de la vida que viene después de todo esto”
“Como muchos de ustedes saben, la vida no se continúa. Yo no sé por qué todavía estoy. Nosotros no tenemos tiempo ya, porque nos dejamos embaucar por toda esta mentira. Pero les quiero hablar a los jóvenes, que veo muchos por suerte hoy acá. Y desde acá también veo a una persona que día a día ve llegar a chicos sin posibilidades de vivir”.
Yo tengo una frase, que hasta me la pinté en la remera que ven ahí. Nosotros somos la sombra del éxito. Somos la parte oscura de un gran negocio que mantiene la economía de un país emergente, y a la que nadie escucha”. Poco más dijo. Tampoco hacía falta.
En la platea, mezclada entre los asistentes, estaba Mercedes Méndez, la persona a la que había aludido Fabián. Ella es una enfermera del área de Cuidados Paliativos del hospital Garrahan. La que recibe y alivia y ayuda a dormir a los chicos que (como Joan Franco, como Leila Derruder, como Pablo González, como tantos otros de esta lista vergonzosa) llegan al hospital a tratarse de leucemias y cánceres que no deberían haber sido.
“Si ustedes cierran los ojos, y ven detrás de mí, van a ver la cantidad de nenes y de personas afectadas que en realidad hay hoy aquí”, dijo Fabián. “Yo tuve al menos la oportunidad de investigar y aprender, pero no saben la cantidad de gente que muere sin siquiera saber por qué”. Porque de eso se trata todo esto, en definitiva: de querer saber. De preguntarse –de pueblo en pueblo, de reunión en reunión, de congreso en congreso- cómo fue posible que llegáramos a esto. Cuándo fue que la montaña de dinero se volvió tan grande, y los enfermos y los muertos, tan invisibles.