Tres días después de cumplir 69 años y editar Blackstar, su disco número 25, el Duque Blanco dejó el mundo, víctima de un cáncer que lo consumió en un año y medio.
La noticia tomó por sorpresa a todos apenas arrancada la semana, un par de días después de haber aparecido Blackstar, su vigésimo quinto disco, el día de su cumpleaños: murió David Bowie, tras un cáncer que le habían detectado un año y medio atrás.
La importancia de Bowie en el mundo del rock es comparable a la de los Beatles, sin exagerar. Desde “The Man Who Sold The World” (1971) hasta “Absolute Beginners” (1986) todos sus temas son perfectos. “Changes” es, quizás, el que más lo representa, ya que Bowie no dudó jamás en cambiar de estilo musical cuando quiso. Glam rock, soul plástico, kraut rock, pop de vanguardia, grunge, drum & bass y acid jazz fueron algunos de los géneros por los que transitó. A eso hay que sumarle un look cien por cien andrógino, que atraía a ambos sexos por igual. Y un ojo avispado para la vanguardia y para extraer de ella lo que más le convino y llevarlo hacia el mainstream.
Low, “Heroes” y Lodger, de la mal llamada “Trilogía berlinesa” (el último de esos álbumes se grabó en Suiza), lo muestran en un estado de gracia poco habitual para ser un hombre cuyos discos iban de manera directa al primer puesto de los charts. Junto con Brian Eno, allí Bowie sentó las bases para el pop moderno. El sonido es europeo, el avant garde se hizo presente con canciones subversivas como “Subterraneans”, hay una búsqueda que luego fue abandonada hacia la World Music (“African Night Flight”) y su voz fue trabajada como un instrumento más en la mezcla, en un mismo plano que las guitarras (chequear la canción “Heroes”). Discos que tienen casi cuarenta años de antigüedad, pero que parecen grabados la semana pasada.
Let’s Dance es una de sus últimas cumbres. Nile Rodgers de Chic fue, en este caso, su coequiper. Los 80, con sus espantosos sacos con hombreras, aparecían con todo y Bowie, el hombre que ya había transitado por esa década pero mucho antes, se establecía con un disco que contaba con hits como el que le da título, “Modern Love”, “China Girl” y “Cat People”. Su presencia era cada vez más increíble: su pelo rubio oxigenado y su bronceado artificial podían ceder a la peluca a lo Moria Casán que lució en la película Underground, para luego enfundarse en un traje y quedar siempre como el más elegante de todos.
Tras esos ¡quince! años de gloria, su carrera comenzó a decaer. Decaer, en el caso de Bowie, significó álbumes de 7 u 8 puntos (Outside, su reencuentro con Eno en los 90, es de los más destacables), pero que perdían si se los comparaba con glorias como las citadas.
Al finalizar un recital en Alemania en 2004, Bowie sintió un dolor en el pecho. El diagnóstico fue inmediato: infarto y una operación que derivó en un triple by pass. A partir de allí, el hombre que vendió al mundo desapareció de éste. El silencio fue quebrado hace un par de años, con la salida de The Next Day, un CD que no le hace justicia a su leyenda y, tras el estreno de su musical Lazarus, con Blackstar. No seremos nosotros los que interpretemos crípticos mensajes de despedida en su último disco. Pero sí diremos que con su muerte la Tierra es un lugar un poco más feo para vivir. Alguna vez Bowie se preguntó, desde uno de sus más grandes hits, si había vida en Marte. Pensemos su muerte como una excursión suya al Planeta Rojo, con la confianza plena de que si descubre que los marcianos son amigables, nos avisará. Hasta siempre Ziggy, Flaco Duque Blanco, Dama, Aladdin Sane o como ustedes prefieran llamarlo.