Este 1 de abril a la noche, mientras buscábamos atrapar el sueño, Antonio me agarró la cara y me dijo por primera vez “mamá te quiero”. Igual, ya me venia diciendo con gestos, miradas, besos, abrazos eso mismo hace rato. Pero salí de su cuarto como cada noche, ya dejándolo a ronquido ancho con el corazón medio saltando. Cierren las fronteras, sigan con la grieta. Que ganen los malos. No me importa.
En un lugar del mundo pasan cosas increíbles. No miren a otro niño y comparen. No sientan frustración, y por un día piensen que todo va a salir bien. Que con un redoblado camino de paciencia, todo lo que nos angustia o nos da incertidumbre, va a pasar. Hoy, regálenle a sus hijos orgullo de tenerlos cerca y enseñarnos todo el tiempo, más allá del trabajo que nos dan.
El primer 2 de abril que viví ya conociendo el diagnóstico me pareció muy bizarro un hashtag que leí. Decía “orgullo autista”. Qué ridículo, pensé en ese momento. Pero, pucha, ahora me avivé. Orgullo de sentir distinto, entender códigos diferentes, tener la sensibilidad latiendo a cada rato frente a cada cosa, y seguir y seguir. Qué coraje, cuánta paciencia. Escuchar las boludeces que decimos los padres. Las generalizaciones de algunos terapeutas y médicos. Ahí, sentados, primero callados, pensando en cómo decirnos, que hay tantos autismos como personas con la condición.
Sobrevivir a todo esperando que llegue su momento de subir al ring al ritmo y espacio propio. Crecer y tener voz propia (aunque a veces no sea audible), buscar laburo, pareja o seguir un sueño no entendiendo los códigos sociales, que nada mal vendría borrarlos y escribirlos de nuevo. Así que, perdón si estoy densa con nuestras historias, pero este 2 de abril no me parece bizarro aquel hashtag, sino lógico.