Franco Torchia: la sexualidad como la verdad de la milanesa

Por: #BorderPeriodismo

Famosa es la sentencia del Marqués de Sade:  incitado a comentar el escrito de un aspirante a novelista, al terminar la lectura de su ansioso manuscrito, el autor de La filosofía en el tocador le dice en la cara al joven: “Si usted no se acuesta con su madre desde el momento mismo en que ella lo da a luz, no escriba, jamás lo leeremos”.

Simbólicamente, “acostarse con la madre” es, para Sade, el umbral edípico inevitable antes de la formulación poética del mundo.  Llevar el cuerpo -es decir, la escritura- hasta el límite mismo de su germinación. Decir la verdad equivale a hacer literatura, y la literatura surge de la violación explícita de las convenciones, de la ruptura programática de la tradición, de la subversión pública de las gramáticas cotidianas. Escribimos (y para quienes no escriben, comunicamos) para acumular episodios de nuestra única obra maestra: la sexualidad, una creación enteramente personal que en modo alguno reduce sus alcances a nuestros coitos. En vida (y siempre), la  sexualidad es todo lo que en nosotros no es mentira.

El periodismo también puede ser leído, oblicuamente, como una de las formas de la literatura. Aún hoy, en medio de una crisis epistemológica inédita, el periodismo tiende a postular otros discursos. Y es a merced de esa misma crisis internacional, que las fuerzas periodísticas concentran en la figura de los emisores -la primera persona de quienes firman artículos, los rostros de quienes cuentan noticias, las voces de quienes discuten temarios, los caracteres de quienes publican puntos de vista- su estrategia de supervivencia.

Más que nunca, hoy, comunicar depende exclusivamente de la dosis de verdad que revisten (o no) los cuerpos de quienes redactan, anuncian, leen o lanzan. Por ende, sólo cuentan algo así como LA verdad quienes primero contaron sus propias verdades. No es éste el triunfo de la mera “experiencia personal”, ni son éstas las filtraciones propias del exhibicionismo compulsivo: son, capaz, los ítems sobre los que, si el tema es el derecho a la información, si el tema es la comunicación social, si el tema son los intereses políticos, si el tema son las presiones corporativas, cabe insistir.

Habría que decir: “Yo quiero saber quiénes son los que me hablan”; “Yo necesito saber por qué dicen lo que dicen”; “Yo tengo el derecho a conocer sus formas de vida y la organización de su deseo”; “Yo tengo el derecho de conocer las bases personales del pensamiento”. eqagregaría: “Yo tengo la obligación ciudadana de demandarle a los comunicadores que consumo, la información sobre cómo y por qué construyen sus miradas del mundo; a partir de qué prácticas; a partir de qué vidas personales”. Vidas personales. No vidas privadas.

Creo que frente a la  conformación asfixiante de ilimitadas redes empresariales y frente al triunfo ingobernable de la matriz de comunicación monopólica, los comunicadores de quienes no conocemos “a ciencia cierta” su sexualidad, estafan. Más aún cuando, dispuestos al intercambio, no “empiezan por casa”. Menos se puede hablar de la sexualidad de nadie sin haber hablado abierta y claramente, antes, de la sexualidad propia. Si esto último no se hace, es mentira casi todo lo que hacen periodísticamente y casi todo lo que dicen.

Recuerdo, en ocasión de los debates inmediatamente previos a la sanción de la Ley de Matrimonio Igualitario en la Argentina, en junio de 2010, cómo en el panel del programa “6,7,8” de la Televisión Pública, la defensa del proyecto acudía a diversos modos de argumentación periodística, menos al más eficaz, al más necesario y al más legítimo: uno de sus portavoces defendía, como desde la ajenidad y la extrañeza, algo que estaba por modificar ontológicamente su propia vida. Pero él, mudo, o como quien defiende desde el rotundo conservadurismo, los derechos de una minoría distante. Una actitud que constituye cualquier recurso profesional menos el de la incomprobable “objetividad”.

Celebradísimos comunicadores de la radio, los medios gráficos y la televisión son premiados a diario por supuestos valores inherentes a sus desempeños: independencia, criterio, ética, producción intelectual, carisma, juicio crítico, saberes acumulados, coherencia, popularismo. Yo nunca necesité que me abran las puertas de sus cuartos, pero ellos nunca me contaron quiénes son. Me mienten. No hacen literatura: esto es, no dicen la verdad.

Hace poco, la filósofa española Beatriz Preciado dijo en una entrevista con el diario Página/12 que “en España los ministros socialistas promueven el matrimonio gay mientras construyen un doble tabique a sus armarios”. La situación ibérica es análoga a la argentina, un país en el que, pese a los avances normativos, la clase política se empeña en mostrarse protagonista de historias familiares “clásicas”, al tiempo que cada tanto (y cada vez menos) estimulan debates civiles. Los políticos argentinos le tienen terror a una imagen conyugal que no sea “tradicional”. Ningún funcionario/a ha corporizado la Identidad de Género. Ningún funcionario/a ha contraído matrimonio (igualitario). Aparentemente, ningún funcionario es gay. Ninguna funcionaria es lesbiana. Todos los candidatos tienen novia, esposa, novia nueva, pareja estable, compañera eterna de lucha. La política argentina es es sólo tributaria de la empresa matrimonial decimonónica.

 

Me voy con Foucault, una vez más: “Es preciso obstinarse en ser gay”, situarse en una dimensión donde las orientaciones sexuales (…) tienen efectos sobre la totalidad de nuestra vida. Ser gay (…) es también una manera determinada de rechazar los modos de vida propuestos, hacer de la elección sexual el operador de un cambio de existencia”.

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