Un nuevo año comenzó hace días en el país calesita, trayendo las novedades habituales cuando se aproximan las elecciones: las caras que babean por sacar la sortija son las mismas, cada uno subido a su viejo y despintado caballito (algunos tienen un haras: se pusieron todas las camisetas en pos de su miserable codicia y todavía se postulan, con una caradurez que recuerda al carburo de wolframio).
La falta de ideas es tal y de hace tanto tiempo que, cada vez que las ratas compiten por el queso, afloran las mismas ideas.
Así, era esperable que se volviera a discutir sobre la baja en la edad de imputabilidad de los menores. Hay quienes quieren establecerla en 15, otros en 14, algunos hablan de 13 y hasta de 12. He escuchado que en Irlanda es de 7, por si los más airados necesitan el clásico ejemplo que sale de la galera para justificar pensamientos decimonónicos. La postura depende de qué votos pretenda recolectar, a qué sector quiera hipnotizar y atraer con falacias que los medios instalan como imprescindibles y urgentes.
Se discute tanto cuál es la edad a partir de la cual uno puede sacarse de encima a los pibes marginales, condenándolos y metiéndolos en una especie de jaula de Faraday que los aísle del exterior, que al parecer no queda tiempo para temas como las aberraciones sexuales en la iglesia católica o los menores abusados en clubes de fútbol, ya que de jóvenes hablamos.
El hecho, lo sabemos todos, es que no importa si los chicos son imputables desde los 16, los 12 o la incubadora: eso no disminuirá la cantidad de delitos (ni siquiera la pena de muerte ha logrado tan loable cometido) y someterá a los menores a un “régimen especial” que, en un país quebrado, indolente, sometido y resignado ya podemos imaginar.
En el documental Juvies (2004), producido y narrado por el actor Mark Wahlberg, se exponen 20 casos (hay unos 200.000 anuales) de menores recluidos por diferentes delitos. Entre quienes participan de los comentarios hay profesionales de distintas disciplinas, incluyendo neurólogos. Ellos afirman que el lóbulo frontal, responsable de los frenos inhibitorios, no se desarrolla totalmente hasta los 16 años. No parece justo acusar a alguien por hacer algo que no pudo evitar.
No queda tiempo para temas como las aberraciones sexuales en la iglesia católica o los menores abusados en clubes de fútbol, ya que de jóvenes hablamos
Pero considerando que han pasado 15 años y que esas opiniones pueden haber sido descartadas, planteémoslo de modo más simple: si el lector hubiese crecido en un hogar con un padre ausente, una madre que recurre al narcotráfico como modo de subsistencia y media docena de hermanos delincuentes que no han trabajado en su vida, ¿en qué se hubiese convertido?
Nadie nace para ladrón o asesino. Ni para nada específico, en realidad. Sin embargo, sin haber aún aprendido a leer, un pequeño de pocos años ya tiene, salvo en pocos y afortunados casos, una religión, un equipo de fútbol favorito y una tendencia política incipiente. Esas cosas son implantadas por técnicas asimilables a un lavado de cerebro, y lo mismo ocurre, a partir de ahí, con todo lo demás.
El niño no aprende lo que le dicen, sino lo que ve y lo que vive. Una vez destruida la educación, perpetuada la limosna oficial por la falta de trabajo, hambreado un inmenso sector de la población por tarifazos, dolarizaciones, impuestos impagables y fuga de capitales (prestados) gracias a la bicicleta financiera, ¿qué resultado se podría esperar?
Los que asistimos sin miedo y con orgullo a la escuela pública recordamos todavía la importancia de educar.
El niño no aprende lo que le dicen, sino lo que ve y lo que vive; ¿qué resultado se podría esperar?
Bajar la edad de imputabilidad sólo generará más presos. Para que el delito disminuya hay que sancionar a los políticos mentirosos (valga la redundancia) y apostar fuerte a la reconstrucción del sistema educativo. No podemos hablar de inclusión si no generamos ciudadanos “incluibles”. No podemos seguir creyendo que un plan siniestro no es más que un conjunto de errores ni en soluciones propuestas por una banda de delincuentes que arruinó el país durante décadas.
Si creemos que lo anterior no servía y vemos que esto tampoco sirve (ambas gestiones producto del voto popular), habría que buscar una nueva manera de participar. Por ejemplo, dejar de considerar como parte de la vida política (y sólo menciono dos ejemplos) a trapecistas como Patricia Bullrich (de montonera a ministra de Seguridad, rebotando en todos los hongos del flipper) o el cafierista menemista duhaldista kirchnerista massista (y camino a parar la ruleta otra vez en la K) Felipe Solá.
Pero lo más importante es que dejemos de buscar culpas en terrenos ajenos a la falta de educación. Si uno insiste tanto con el tema es porque, de verdad, no considera que haya otra solución posible.
Confío en que tarde o temprano ese dialecto gutural que impregna tantas conversaciones juveniles cederá el paso para el retorno de tres cosas simplísimas, pero casi extinguidas: buenos días, por favor y gracias.
No negarán que ése sería un auspicioso comienzo.
Tuqui