Cuando el país todavía estaba en shock por la muerte del fiscal Alberto Nisman, murió en Orán un bebe wichi de casi dos años. Se llamaba Marcos Solís. Tenia vómitos, diarrea un grado de desnutrición severa que lo llevó a pesar 4 kilos menos de lo que debía pesar a su edad. En esta nota, lo que dice su historia de otros crímenes silenciados.
Por Fernanda Sández (@Siwisi)
Si uno anota su nombre (Marcos Solís) en Google, lo primero que arroja el buscador son fotos de un señor de pelo y barba oscuros, y aspecto de latin lover. Pero no, no es ése al que buscamos. Es al otro. El que no está. El que –en la más atroz de las paradojas- recién comenzó a estar cuando ya no estuvo. Cuando se murió de desnutrición (de desidia, de desastre, de desatención, de desvergüenza) en Salta, y hubo un médico que se animó a anotar eso en la partida de defunción. Porque en la Argentina que se jacta de haber llegado al mítico “Hambre Cero” todavía existen muchos nenes como Marcos, con el tupé de morirse por no comer. Muertos de hambre en el país de la buena gente. Un verdadero escándalo estadístico, pero no por eso menos justificable. Vean, si no, lo que explicó Cristina Lobo, la Secretaria de Alimentación de la Provincia: “Tenía trastornos alimentarios y nutricionales que son patologías secundarias, patologías metabólicas, alteraciones y alergias alimenticias, entre otras causas que pueden llevar a una desnutrición secundaria”. Dijo que Marcos se había muerto por una septicemia. Y no de hambre.
Pero así son las cosas: Marcos Solís se murió entre vómitos y diarrea de un hambre feroz. Tanto, que le habría impreso en el cuerpo las marcas de los que no han tenido qué comer por mucho tiempo. “Marcos medía 0,83 centímetros y pesaba apenas ocho kilos (a los dos años el peso medio ronda los doce, dependiendo de la contextura física), lo que representaba una desnutrición grado dos o desnutrición severa», afirmaron las fuentes consultadas por El Tribuno de Salta, el primero en publicar la noticia. Pero no es el único, no. Al día de hoy hay seis Marcos más internados en el hospital en donde recibió los primeros cuidados.
En su brevísima vida, Marcos vivió junto a su papá, su mamá y sus hermanos en Morillo, en una comunidad wichí. Esto es: en un lugar privado de absolutamente todo. Así lo confirma Roberto Muñoz, sociólogo, investigador del CONICET y miembro del Centro de Investigación en Ciencias Sociales (CEICS), quien trabaja desde hace años con estas poblaciones y conoce a la perfección cómo viven estos pueblos más allá de lo que digan los políticos, las campañas y sobre todo las estadísticas.
“En general, la política de los gobiernos provinciales para estos sectores combina la cooptación y la represión sin preocuparse demasiado por mejorar sus condiciones de vida. Toda esta política dirigida a los llamados pueblos originarios, tiene este sesgo, toda una construcción simbólica, cultural que por un lado sirve para construir cierta clientela política, cierta cooptación política de todos estos sectores, y al mismo tiempo mantenerlos en esta situación”, dice Muñoz. Y agrega que “hay incluso una comunidad cercana a la Comunidad Muñiz, en Formosa, que se llama “Pantalla”, nombre que le puso la gente de la zona porque ahí es donde generalmente hace sus actos Insfrán, con Cristina Fernández cuando iba, porque era la comunidad más prolija”.
¿Y el resto? ¿Y las “menos prolijas”? Muñoz recuerda entonces a la comunidad wichi de Francisco Muñiz. “Es una comunidad de caminos de tierra sin mantenimiento, anegadizos, sobre los que se levantan casas precarias y diminutas en relación al tamaño de las familias, sin agua potable, descarga sanitaria ni red de gas natural. La mayoría de adobe y unos pocos de ladrillo. Hay ausencia total de transporte público y la población usa motos de baja cilindrada como único medio para movilizarse”.
En Chaco, Salta, Formosa y en todo otro punto del país en donde haya comunidades de pueblos originarios, el panorama se repite: las familias parecen sobrevivir a la vera de todo y ser algo así como una versión hiper degradada del resto de los ciudadanos del país. Y ahí están las cifras (ésas que se retocan a piacere cada vez que el dato se vuelve demasiado incómodo) para decir que no siempre se puede tapar el sol con la mano. “Según la Encuesta Materno Infantil de Pueblos Originarios (EMIPO) del Plan Nacer, realizada en 2010, 81,3% de las madres de menores de seis años afirmó que sus hijos ingieren sólo una comida diaria”, explica Muñoz. “Pero no es una excepción en el panorama de las provincias donde habitan. Se calcula que en todo el país el 8% de los niños padece desnutrición crónica y el 42% de los niños hasta 11 años vive en la pobreza. En Chaco, el 62% de los niños y adolescentes es pobre, mientras en Salta lo es el 56%”.
Marcos Solís pertenecía a este último grupo: el de los nenes pobres de Salta, que son más de la mitad de los chicos de la provincia. Sin embargo, cuando tuvo la “mala idea” de morirse de hambre en un hospital público y hasta hubo un médico valiente que se animó a anotar en el acta de defunción la verdadera causa del fallecimiento (la norma en esta clase de establecimientos es gambetear la palabra “desnutrición” y atribuir el deceso a alguna otra razón más “políticamente correcta”), Marcos automáticamente se convirtió en una excepción. En una rareza. Peor le había ido, a principio de este año, a Néstor Fernamías, el niño Qom también muerto de hambre y cuya muerte el Jefe de Gabinete de Ministros, Jorge Capitanich, no dudó en catalogar como “una operación política”.
Pero no. Si algo no hay en todos estos casos es precisamente eso: políticas. Políticas (de salud, de empleo, de educación) realmente eficaces y capaces de cumplir con derechos tan básicos como alimentarse, crecer, vivir. A Marcos Solís, en 23 meses de vida, no se le respetó uno solo. Y cuando ya era demasiado tarde y el nene había comenzado a mostrar síntomas inquietantes, ¿quiénes fueron los culpables? Los padres, desde ya. Por Algo Carlos Villarreal, director del nosocomio de Morillo, en Salta, alertó sobre “los niños con bajo peso que hay en las 25 comunidades aborígenes, y que los padres no quieren traerlos al hospital para que los recuperemos. Ahora vamos a ir a buscar por la fuerza pública al que no traiga a sus hijos”..
Pero también en este caso el investigador Muñoz matiza las cosas. “El argumento que esgrimen las autoridades provinciales y municipales sobre el rechazo de las comunidades originarias a la medicina “occidental” es engañoso”, responde. Y aclara que “Sin negar que puedan existir casos de “indígenas” que puedan rechazar esta medicina, el problema no radica allí. El problema es la falta de acceso a la medicina en las comunidades y que no se debe al rechazo hacia la medicina sino a la falta de inversión por parte de los gobiernos en salud pública, en especial en aquellas áreas donde vive esta población. En el hospital de Morillo hay solo 3 médicos para atender a una población de 9 mil personas”.
Tres médicos. Nueve mil personas. Y un bebé de 23 meses que nunca pesó lo que debía, hablaba poco y no caminaba. Iba a cumplir dos años en marzo. Se llamaba Marcos Solís. Se murió de hambre en el país del Hambre Cero y su asesinato fue, como el resto de su vida imperceptible. Como éste, y todos los demás, imperdonable.