El hashtag que surgió en México para denunciar los acosos sexuales que sufrimos las mujeres desde que somos chicas, se transformó en tendencia mundial. En pocas horas, Twitter se llenó de testimonios que cuentan experiencias de acoso en primera persona.
Por Leila Sucari
Tenía once años y volvía a mi casa después de una clase de matemática. Hacía poco me había venido la menstruación por primera vez y mi mamá me había regalado un corpiño con tiritas rosas. Odiaba que se me empezaran a notar las tetas y más todavía odiaba usar corpiño. Por eso andaba siempre encorvada y tímida. Ese día tuve la mala suerte de ponerme una remera blanca y que se largara un diluvio atroz justo cuando tenía que ir a tomar el subte. Como no tenía paraguas, me lancé a correr abajo de la lluvia. No me molestaba. Andar sola saltando charcos en plena Avenida Corrientes era una especie de libertad. Me sentía grande y poderosa. Hasta que en una esquina un hombre de unos cuarenta años me empezó a seguir y a balbucear cosas al oído. De un segundo para el otro, la libertad se transformó en miedo. No dije nada, empecé a caminar más rápido, con la mirada clavada al piso y los hombros rígidos. En un momento, ya en la boca del subte, el tipo me dijo “nena cómo te chuparía las tetas”. Una mujer escuchó y le gritó pajero. Volví a respirar. Aunque al hombre no le importó demasiado y le dijo callate puta de mierda. Le sonreí a esa desconocida, que se había transformado en amiga íntima, y viajé pegada a ella desde Callao hasta Federico Lacroce, tratando de taparme la remera mojada con la mochila, sintiendo que estaba desnuda y que todo el mundo me miraba. Ese día -después hubo tantos otros- entendí lo que significa ser mujer en este mundo. También descubrí la importancia de eso que algunos llaman solidaridad de género.
Desde el sábado miles de mujeres se sumaron al hashtag #MiPrimerAcoso. Miles de mujeres se animaron a hablar, a compartir momentos de vergüenza y dolor que vivieron en la calle, en sus casas y en la escuela por culpa de la violencia de género, esa misma que tantos menosprecian o cuestionan como si fuera un invento de un par de locas. “El vecino me agarraba a upa sólo para tocarme y era horrible. En la calle recibí una nalgada. Crecí sintiendo miedo y vergüenza”. “ Mi primer acoso fue a los 9 años en una reunión familiar. Nadie lo supo entonces y me duele mucho pensar que aún ahora no me creerían”. “El entrenador de fútbol de mi hermano me agarraba la pierna”. “Tenía 7. Un tipo al que mi abuelo rentaba un cuarto me manoseó. Nunca volví a acercármele, por vergüenza no le dije a nadie”. Estos son sólo algunos ejemplos. La cantidad de testimonios se sigue multiplicando y da cuenta de una realidad: las mujeres vivimos en situación de acoso desde que somos niñas.
Los abusos sexuales en la calle y en los transportes públicos son algo de todos los días: un hombre que toca un culo, que apoya el pene haciéndose el distraído, que acosa con guarangadas bajo el pretexto de piropear a una mujer, que roza una teta con el brazo o mete una mano abajo de una pollera. La fiscalía porteña recibe un promedio de diez casos de abusos sexuales al mes, pero son muchísimos los que no se denuncian por vergüenza, miedo, porque se piensa que no tiene sentido o porque se naturaliza la violencia como si fuera un derecho masculino. Según un informe de la ONG Defendamos Buenos Aires, cada día hay 100 casos de abuso y acoso sexual en los transportes públicos: en los trenes se da el 42%, siguen los subtes con el 38% y los colectivos con el 20% de los casos.
Pero la violencia no sólo está en la calle, la mayor parte de los abusos se dan dentro del ámbito familiar y casi ninguno sale a la luz. En el 90% de los casos el abusador es un hombre y casi siempre la víctima es menor de edad: se estima que en nuestro país 1 de cada 5 mujeres fue acosada sexualmente antes de cumplir 18 años. “El abuso sexual en la infancia es uno de los problemas de violencia más invisibilizados porque ocurre en el seno de las familias por parte de familiares directos del niño/a o por amistades directas. Ademas el abusador genera un pacto de confianza y de secreto con las víctimas y estas se callan por vergüenza, por temor y sentirse culpables y por lealtad a quien los abusa”, dice Mabel Bianco, presidenta de la Fundación para Estudio e Investigación de la Mujer (FEIM).
Desde que somos chicas nos obligan a callar. A ser sumisas frente a ese otro poderoso que nos agrede con la palabra y con el cuerpo. Hablar es difícil porque implica demostrar lo vulnerables que somos o fuimos, pero es lo que más necesitamos para romper con el esquema de violencia que se perpetúa de generación en generación. La condena social y la visibilización de los abusos es la forma de terminar con ellos. La voz de cada una, y de todas juntas, es lo que tenemos tenemos para decir basta. Para que quede claro que cuando decimos no, es no. Para que se deje de culpar a las mujeres asesinadas por no haberse ido antes, a las golpeadas por provocar la “ira” de los machitos temperamentales y a las víctimas de violación por usar polleras demasiado cortas. Que #MiPrimerAcoso sea otra puerta que abrimos juntas, en un abrazo colectivo que ayude a curar las heridas y nos haga sentir menos solas.