Son médicas, vecinas, estudiantes. De Chaco, Córdoba o Entre Ríos. Son mujeres movilizadas por el impacto de las fumigaciones con agroquímicos en sus pueblos. Son las que alzan la voz y logran cambios. Tenés que conocerlas.
No comparten casi nada: ni la edad, ni el lugar en donde viven ni -menos aún- el camino que las ha traído hasta este lugar en común. Son mujeres de todo el país unidas por una misma realidad: la de las fumigaciones indiscriminadas y muy cerca de su casas, lo que a la mayoría les ha provocado desde problemas de salud hasta conflictos con sus vecinos. ¿Por qué? Porque en los pequeños pueblos agrícolas que se repiten de provincia en provincia (rodeados de campos de cultivo y con los ritmos propios de un lugar de producción agropecuaria), denunciar las fumigaciones, el depósito ilegal de agroquímicos en un garaje o simplemente el daño a la salud que genera una agricultura enteramente basada en venenos (no importa si insecticidas, herbicidas o fungicidas) suele convertir a quienes hablan en “el enemigo del pueblo”.
Desde la llegada a la Argentina de los cultivos transgénicos resistentes a venenos, en 1996, el volumen y variedad de sustancias empleadas en cada campaña agrícola no sólo se ha incrementado sino también multiplicado en variedad. Por dar sólo un ejemplo, si en 1997 la soja RR1 (o Round Up Ready, una variedad resistente al glifosato, principio activo del herbicida “estrella” Monsanto) sólo necesitaba 1 litro y medio de esa sustancia por hectárea para controlar malezas, “hoy se necesitan diez y hasta doce litros, según nos han contado algunos productores en Córdoba”, explica al respecto el doctor Damián Marino, investigador del CONICET y estudioso del impacto de los pesticidas en el ambiente de las pequeñas comunidades agrícolas.
En la actualidad, mensualmente se liberan al mercado argentino no menos de diez nuevos formulados agroquímicos, como puede verificarse en la página oficial del SENASA, el organismo que autoriza y controla esa clase de productos. Al mismo tiempo, según un informe de INTA, el uso de herbicidas creció casi 1000% entre 2001 y 2011 y según otro informe de 2015 de ese mismo instituto (llamado Los plaguicidas aplicados al suelo y su destino en el ambiente) hoy el nivel de contaminación con plaguicidas es alarmante.
Allí se lee que “La presencia de plaguicidas en distintas matrices ambientales indica un agotamiento en la capacidad del suelo de funcionar como reactor. El suelo, al operar como una interfase entre el aire y el agua, estaría provocando un impacto en estos dos recursos vitales. La presencia de plaguicidas en distintos compartimentos ambientales genera una preocupación genuina en la sociedad”.
Pero, durante años, las pocas que hablaron de estas cosas fueron ellas. Cada una en su pueblo advirtió sobre el peligro en ciernes y alzó la voz. Muy pocas fueron escuchadas y a la mayoría abrir la boca le costó la indiferencia y el desprecio de sus vecinos y colegas, en el caso de ser profesionales médicas como -por caso- la doctora María del Carmen Seveso, médica especializada en Terapia Intensiva y jefa de ese área en los dos hospitales más importantes de su provincia, Chaco.
La doctora Seveso es bajita y lleva lentes, pero que nadie se deje engañar por su aspecto de señora apacible porque ella es en realidad un volcán de metro y medio. Por algo, ya en 2010, asistió al Primer Encuentro Nacional de Médicos de Pueblos Fumigados (organizado por la Universidad Nacional de Córdoba) y llevó con ella uno de los estudios más impactantes que se presentaron en ese congreso que reunió a cerca de 300 profesionales de la salud.
¿Qué era? Un estudio oficial, desarrollado durante meses por un equipo que reunió a clínicos, oncólogos y cirujanos del Chaco, en donde se probó que la cifra de niños nacidos con alguna malformación se había cuadruplicado desde el ingreso a la provincia de los cultivos transgénicos y su compañero de ruta: las fumigaciones con agrovenenos. El cáncer pediátrico, en ese mismo período, se había multiplicado por tres.
Desde entonces, la doctora Seveso es una presencia constante en congresos, simposios y charlas médicas en las que da cuenta de cómo la salud de sus pacientes está siendo severamente afectada por la brutal lluvia de agroquímicos que cae sobre Argentina en cada nueva campaña agrícola. En la actualidad se habla de 400 millones de litros de agroquímicos cada año, pero es una ponderación ya que la principal cámara que reúne a los fabricantes de estos productos no hace públicos sus datos desde 2012.
En Córdoba, y desde 2002, son también mujeres las que se plantan frente al negocio de envenenar, denuncian la contaminación y pagan -con su salud o la de sus hijos y nietos- la riqueza de otros. Ellas conforman el Grupo de Madres de Ituzaingo Anexo, un barrio en las afueras de Córdoba capital en donde alguna vez la cifra de enfermos de cáncer llamó la atención de todos los vecinos. Pero sólo ellas cuatro (Vita Aylón, Isabel Lindon, Marcela Ferreyra y Norma Herrera) se animaron a salir a la calle a pedir explicaciones. Ellas son también las únicas que, quince años después de todo, siguen ahí. Pidiendo justicia. Y explicaciones.
“¿Sabés por qué? Porque acá nadie explicó nunca nada. Nos dijeron que el barrio estaba contaminado, pero nada más. Nadie arregló nada. El agua, la tierra, todo estaba contaminado y nadie vino nunca a reparar nada. Nadie supo decirme qué va a pasar si tengo otro bebé. Por eso ahora queremos que se hagan más estudios y nos digan qué pasa con el lugar y con todos los chicos a los que se les encontró plaguicidas en sangre”, explica Marcela.
Isabel tuvo que enfrentar un cáncer de pecho y el nacimiento de un nietito con una malformación, al igual que Vita. Norma Herrera vio cómo a los dos años su hija Brisa se enfermaba de leucemia. Marcela Ferreyra perdió un embarazo. “El bebé tenía una malformación severa y no pudo vivir. Yo no sabía nada, nadie me había dicho nada”, cuenta. La historia clínica de ese bebé, Santiago, fue sumada al expediente que sea abrió a causa de las fumigaciones en el barrio y terminó en un juicio en 2012 que condenó tanto al explotador del campo vecino como al aeroaplicador que había fumigado adonde la ley lo había prohibido.
La historia vuelve a repetirse en Entre Ríos, en la localidad de San Salvador, consagrada desde hace décadas como la “capital nacional del arroz”. Allí, hace tres años, una seguidilla de muertes muy jóvenes y en un mismo barrio activó las alertas de una vecina de la ciudad, Andrea Kloster. Ella creó junto a algunos de sus vecinos la agrupación Todos x todos y llevó adelante trece marchas del silencio.
Averiguando y conversando con especialistas, Andrea descubrió que eso que ella observaba en su pueblo podría estar vinculado a la extraordinaria carga química ambiental presente en San Salvador. Allí se utilizan agroquímicos para tratar todos los cultivos y las máquinas fumigadoras (llamadas vulgarmente “mosquitos”) son parte del paisaje cotidiano. Así las cosas, los vecinos lograron no sólo una ordenanza para regular un poco tanto descontrol sino también la visita de dos universidades durante una semana, para estudiar qué era lo que les estaba pasando.
Gracias a eso ya saben que las enfermedades respiratorias están aumentadas con respecto a la media y que el cáncer de pulmón es la principal causa de muerte en ese pueblo. El “polvillo” (cáscaras de arroz y de soja, cargadas con moléculas de pesticidas que son las que les aplican luego de la cosecha) con el que aprendieron a convivir los vecinos está generando graves problemas de salud en el pueblo de Andrea. Pero hablar de eso a ella le costó amistades, el trabajo de su marido y una suerte de “vacío social” que es como en los pueblos chicos como el suyo suele castigarse a quienes buscan la verdad.
Una lucha parecida han enfrentado, en Entre Ríos y en Buenos Aires, las maestras Mariela Leiva, Estela Lemes y Ana Zabaloy. Las tres trabajan en escuelas rurales, las tres fueron fumigadas junto a sus alumnos en horario escolar. En plena clase, escucharon el motor de la avioneta o vieron al mosquito trabajando en el campo de al lado, cuando no las dos cosas, como le sucedió a Ana.
Las tres hicieron las denuncias, las tres sufrieron las consecuencias en su cuerpo (a Ana una fumigación la dejó con parálisis facial, Estela todavía hoy costea de su bolsillo un tratamiento neurológico para tratar lo que -como reza su historia clínica- fue consecuencia de la exposición a agroquímicos). Las tres siguieron alzando la voz y lograron desde restricciones en la fumigación hasta lo más importante: crear mayor conciencia en sus comunidades acerca del daño que producen los agroquímicos.
Pero no son sólo ellas. No son sólo Andrea, Ana, Mariela, Vita o María del Carmen las mujeres en las que se agota esta lucha. Son muchas, miles más, todas haciendo un trabajo increíble (a menudo en localidades remotas y expuestas por eso mismo a toda clase de presiones) a favor de la salud de todos. Luchadoras invisibles (e invencibles) por un ambiente sano y en el que vivir no le cueste la salud ni la vida a nadie más.