¿Por qué los videojuegos pueden mejorar tu vida y cambiar el mundo?

Por: #BorderPeriodismo

Por Franco Torchia

Quienes fugan hacia los videojuegos -jugadores ocasionales, jugadores sanos, jugadores compulsivos y jugadores adictos también- “están hartos de la realidad”: según ellos la realidad está rota. Mayoría silenciosa para quienes persistimos en la extrañeza de una vida sin joystic, mientras leemos novelas en papel y rememoramos los fichines de Sacoa en Mar del Plata, ellos hoy, emplean más de 3 mil millones de horas por semana en defender imperios, alimentar pueblos asiáticos, fundar museos virtuales, superar fobias a las alturas, colaborar con la tercera edad, imaginar soluciones para la crisis energética y ver quién llega más lejos en la correcaminata mañanera. Pero ¿cómo? ¿No era que la Playstation enajenaba más que la oficina y el tránsito en horas pico? ¿No era que las consolas eran cosa de niños reacios al estudio, jóvenes alienados o adultos inmaduros? ¿Son todos una manga de “locos de la guerra”? ¿No hay que alfojarle al celular? No. Definitivamente no.

Los videojuegos pueden alterar positivamente nuestra vida cotidiana y, bien pensados, pueden salvarnos: así de enorme y de arriesgada es la hipótesis de Jane Mc. Gonigal en ¿Por qué los videojuegos pueden mejorar tu vida y cambiar el mundo? (Siglo XXI editores). Figura tutelar del Instituto del Futuro de California, y desarrolladora de muchos de los videojuegos y aplicaciones para teléfonos celulares más estimulantes de la actualidad, Mc. Gonigal invierte la visión estereotipada del jugador embobado y aporta un manual superador de la falsa dicotomía cultura versus tecnología. Porque, “comparada con los juegos, la realidad no funciona”.

En general, en la contemporaneidad, las empresas y los Estados no invitan a sus miembros a desplegar inteligencia, talento, compromiso y motivación, y en los espacios de trabajo sobran los infelices. Para la autora, los juegos reeducan a los mortales en cuestiones esenciales como para, a mediano o largo plazo, reconciliarnos con nuestra atribulada cotidianeidad: jugar otorga la sensación de una ocupación más satisfactoria, incrementa la posibilidad de éxito, alienta la vida en comunidad, ayuda a divertirse con desconocidos, contrarrestra la rutina laboral con dosis diarias de épica (el universo que representa el popularísimo juego “World of Warcraft” es el mejor ejemplo). Los videojuegos liberan la creatividad, fomentan el pensamiento estratégico y ayudan a superar obstáculos innecesarios. Además, ya hay juegos sobre todos los grandes temas: juegos sobre la crisis alimentaria, sobre la problemática energética, sobre las desigualdades sociales y sobre el cambio climático.

La publicación en español del libro de Mc. Gonigal -verdadero acontecimiento editorial – discute la noción común de jugador como individuo ultracompetitivo e inescrupuloso: porque “quien juega al Tetris tiene garantizado que va a perder”, nos recuerda. No obstante, sigue jugando. ¿Por qué? Porque hay juegos finitos -diseñados sólo para ganar- y juegos infinitos -pensados para seguir jugando-, y he aquí otra de las claves de una práctica demasiado alevosa como para seguir ignorándola. Jugar es aprender a fracasar.

Desde la Antigüedad, los juegos son un factor constitutivo de la vida  social. Sin embargo, el siglo XX prefirió distinguir las horas perdidas (o jugadas, u ociosas) de las horas productivas, y los que juegan pasaron a ser los ermitaños, los evadidos o los onanistas. O los machos toscos (ojito: en Estados Unidos, el mayor mercado de videojuegos del mundo, la mitad de los jugadores ya son mujeres). Lo contrario al juego no es el trabajo: la psicología sostiene que el antónimo del juego es la depresión. Los videojuegos protagonizan, en la visión de la narradora, el pasaje del estrés al eustrés: de la ansiedad y el agotamiento a la producción de adrenalina, la activación del circuito de recompensa y el aumento del flujo sanguíneo hacia los centros cerebrales que controlan ni más ni menos que la atención.

Mc. Gonigal llega tan lejos en su afán de ganar la partida contra los críticos y desertores de “los jueguitos”, que apela a ejemplos tan aplastantes como el de Quest to Learn, la primera escuela secundaria del mundo totalmente basada en la dinámica de los videojuegos. Desde 2009, con sede en Nueva York, un staff de profesionales de lujo y subvencionada por el Estado, la institución cumple el mismo plan de estudios que el de cualquier otra escuela –las mismas materias, los mismos contenidos y los mismos valores- con una diferencia capital: los alumnos intercambian conocimientos como si formaran parte de una red social. El recurso pedagógico les permite enfatizar qué prefieren, en qué se consideran buenos y genuinamente interesados, a qué proyectos comunes planteados pueden contribuir con mayor fuerza y cómo imaginan la vida entre pares. A través de misiones secretas, organizaciones colectivas, horarios laxos y puntos y niveles en lugar de calificaciones, Quest to Learn es un nuevo entorno de aprendizaje que evita medir el desempeño bajo presión (los exámenes no son tales, los docentes, finalmente tampoco) y extirpa el miedo al fracaso escolar. La primera promoción de graduados saldrá a la calle en 2016, y todo hace pensar que tendrá  buena parte del mundo rendido a sus pies.

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