Por Fernanda Sández
Bostezan. Bostezan sin disimulo cuando la clase los aburre, y ése es precisamente el problema: que la clase (la clase que sea) los aburre bastante a menudo. ¿Por qué? Porque crecieron con el mundo en la punta de sus dedos. Porque el “formato clase” como lo hemos vivido hasta ahora ya no se ajusta a la realidad de alumnos que –aunque estén presentes en el aula- pueden estar al mismo tiempo chateando con un amigo moscovita. Porque preguntan –con curiosidad sincera- qué es eso de ir a la biblioteca, hacer un resumen o fichar un texto. Y, sobre todo, porque de quienes hoy son sus docentes no sólo los separan unos cuantos años, sino una época entera.
El filósofo francés Michel Serres llama a estos jóvenes que hoy pululan por universidades y colegios secundarios “pulgarcitas” y “pulgarcitos”, en honor al dedo que los conecta con el mundo a través de tabletas y celulares de ultimísima generación. Y en el libro que les dedicó, Pulgarcita (FCE), plantea que el verdadero desafío para los educadores de este tiempo es, justamente, cómo hacer para enseñar a chicos que tienen al alcance de su mano todo el saber acumulado por la Humanidad en los últimos 5000 años. “Hoy, las nuevas tecnologías ponen a nuestra disposición la memoria del mundo”, confirma Serres. Y de allí que los pulgarcitos –ante una clase “como las de antes”- apuesten a la más poderosa arma de destrucción docente: el bostezo a repetición.
O que, en el peor de los escenarios, abandonan la escuela. No por casualidad, según datos del XV Congreso Mundial de Educación Comparada, más del 50% de los jóvenes latinoamericanos de 20 años no tiene su título secundario. Y según la investigadora uruguaya Esther Mancebo, “una encuesta realizada entre estudiantes secunadarios uruguayos reveló que el 43% de los jóvenes que abandonó la escuela lo hizo porque no tenía interés en la propuesta”.
De datos como los anteriores se derivan varias cuestiones. La primera es que para la Generación Pulgar “acceder” y “conocer” son casi sinónimos, lo que cancela desde el vamos la idea del esfuerzo – y aún del aburrimiento- como parte del proceso de aprendizaje. Para esta generación criada en el mimo y la tecnología como chupete a tiempo completo, no hay conocimiento que justifique el tedio.
La segunda es que (acostumbrados como están a la velocidad y a las pantallas), los pulgarcitos buscan, comparten, mezclan y enciman datos, todo al mismo tiempo y sin poder a menudo separar lo importante de lo que no lo es. “Su cabeza es diferente”, asegura Serres. Y con él todos los docentes que se vuelven locos a la hora de mantener el silencio y la atención de una clase conformada por, digamos, 25 pulgarcitos de dedos inquietísimos y mentes formateadas en la multiplicidad de tareas.
La tercera (casi una derivación lógica de las dos ideas anteriores) es que un profesor que sólo sirva para decir en voz alta lo que ellos pueden leer cómodamente en sus tablets no les resulta muy funcional que digamos. Por eso, como señala Daniel Korinfeld, psicoanalista y co-autor de Entre adolescentes y adultos en la escuela (Paidós), “si bien es interesante ver qué trae de nuevo cada generación, lo central es ver cómo se posiciona el adulto frente a eso. Porque a veces la tecnología produce en los docentes un sentimiento de minusvalía. Sienten que su autoridad pierde fundamento y hasta que no están ya en posición de educar. Pero la educación es mucho más que transmitir conocimiento”, destaca.
Tal vez habrá que volver a pensar, como propone Serres, la educación entera. Porque, ¿cómo se “educa” a quien a menudo maneja datos a los que el mismo profesor no accede, por no mencionar su pasmoso control sobre todo los dispositivos? ¿Cómo se le enseña esos que a menudo creen que conseguir un dato equivale a haber aprendido?
Según el reconocido pedagogo ingles Ken Robinson, el problema central radica en que estamos enviando chicos del siglo XXI a una institución que-como la escuela- es un auténtico fósil social. Un espacio pensado con la cabeza y las necesidades de hace 300 años y para jóvenes y realidades que hoy sencillamente no existen más. Y los chicos bostezan, claro.
Frente a esto, Robinson propone barajar de nuevo empezando, claro, por una redefinición del rol docente. Algo así como maestros y profesores 3.0, que entiendan claramente que hoy deben dejar de ser meros transmisores para convertirse en productores y estimuladores. “Hoy hay una crisis de sentido que lo atraviesa todo, y la escuela no es la excepción”, confirma Korinfeld.
“Para los docentes hoy el lugar de transmisor queda en segundo plano y pasa al frente el ejercicio de selección, de búsqueda y de valoración crítica respecto de la producción de conocimiento”, asegura. Habrá que ver entonces si los adultos logran crear- y pronto- un vínculo real con los representantes de una generación que, no por casualidad, muchos ya tachan de “mutante”. Y cuyo lenguaje, todavía, la institución escolar no parece hablar con fluidez.