La relación del autor de «La invención de Morel» con el séptimo arte, a propósito de la adaptación cinematográfica de «Los que aman, odian», novela policial firmada a dúo con Silvina Ocampo. El peso de la cortesía a la hora de la crítica.
“Alguna vez declaré: ‘Me gustaría que el fin del mundo, si llega, me encuentre en una sala de cine’. Me agrada que me cuenten historias”. La frase de Adolfo Bioy Casares da cuenta de una de las grandes pasiones de su vida, junto con la literatura, las mujeres y el tenis: el cine. Según cuenta la escritora Silvia Renée Arias en el libro Bioygrafía, en una época la rutina diaria del autor de La invención de Morel incluía, tras su partido de tenis matutino en los courts del Buenos Aires Lawn Tennis Club (entidad de la que llegó a ser vicepresidente) y el posterior almuerzo, una visita al cine sin compañía. Luego, una siesta de veinte minutos y ahí otro momento en soledad, en el que se sentaba en su estudio a imaginar esos personajes inolvidables como Emilio Gauna (El sueño de los héroes) o Nicolasito (La aventura de un fotógrafo en La Plata), por citar sólo un par.
Pero esa pasión de Bioy por el cine muchas veces no supo ser correspondida por aquellos directores que llevaron a la pantalla grande algunos de sus libros. “No he tenido demasiada suerte con ellas. Me acuerdo que un grupo francés hizo La invención… para televisión. Yo estaba en ese entonces en París y cuando la proyectaron la vi en el aparato de los dueños del hotel donde me hospedaba. Me acuerdo de que, en una habitación bastante chica, estábamos el matrimonio de propietarios, un hijo, yo, y creo que alguna otra persona. Fue muy incómodo. A medida que transcurría la acción ellos se fueron aburriendo. Se levantaban, iban a la cocina, volvían. Yo me sentía inclinado a pedirles disculpas, a decirles que si querían podían irse. Ellos trataban de ser gentiles”, dijo Bioy sobre la versión televisiva de su obra más famosa en un raro reportaje que dio junto a Silvina Ocampo para la revista Claudia en 1983.
Peor suerte corrió el cineasta Ricardo Luna, quien filmó su versión de Los orilleros, una de las tantas colaboraciones entre Bioy y Jorge Luis Borges. “Por una cuestión de cortesía, yo solía decirles a quienes me preguntaban que me parecía la adaptación de tal libro mío, que me había gustado, aunque muchas veces era todo lo contrario. Pero siguiendo el consejo de mi amiga, fui franco con Luna. Le dije la verdad. Vi como se descomponía la cara de ese hombre, como se ponía pálido y como sufría. Poco después, cuando murió, tuve la sensación de haberlo matado. Me dirán, ya sé, que no tengo que creerme tan importante, sé que no ha muerto por eso pero, en todo caso, vivió con la amargura de haber hecho una película sobre una historia de un escritor que la había encontrado mala, ridícula. No lo olvidé nunca. La cortesía es un deber que le debemos al prójimo”, afirmó Bioy sobre ese film.
Pero, más allá de otras adaptaciones (El crimen de Oribe y La guerra del cerdo por parte de Leopoldo Torre Nilson, El sueño de los héroes de Sergio Renán), el genio de Bioy (y de Borges) en función al cine puede apreciarme en su apogeo al mirar Invasión (1969) de Hugo Santiago. Ambos escritores firmaron el guión de esta película protagonizada por Lautaro Murúa, que transcurre en un lugar imaginario llamado Aquilea en donde un grupo de ciudadanos resiste una agresión por parte de un grupo de extraterrestres, o no. La locaciones porteñas como la cancha de Boca o las calles de Barracas, y el uso tanto de la ciencia ficción como del género fantástico hacen que la comparación entre Invasión y El Eternauta de Héctor Oesterheld sea más que acertada para esta obra maestra del cine argentino.
Y así llegamos a Los que aman, odian, film de Alejandro Maci que acaba de ser estrenado en los cines argentinos, con Guillermo Francella y Luisana Lopilato en los roles principales. Esta novela policial es la única colaboración entre Bioy y su mujer Silvina Ocampo, y fue escrita en el Viejo Hotel Ostende, mítico alojamiento de lujo de la costa atlántica argentina. Y el resultado no es del todo convincente, desde la adaptación del texto. No se explica por qué Humberto Huberman, el médico homeópata protagonista e intepretado por Francella pasa a llamarse, en la película, Enrique (perdiendo de esta manera la asociación del nombre con el posterior Humbert Humbert de Lolita de Vladimir Nabokov).
Y tampoco, más allá del impacto comercial, el romance entre Huberman y Mary (el personaje de Lopilato), inexistente en el libro. Y la lista continúa: se podrían sumar más desaciertos y algún acierto (la dirección de arte, el vestuario), pero el resultado final es insatisfactorio. Mejor parar acá, y seguir el consejo que Adolfo Bioy Casares nos dio sobre la cortesía…