Nuestro columnista que aborda la actualidad con humor hace una reflexión que puede alertar a vegetarianos, adolescentes y políticos por igual. Las ventajas de ponerse un minuto a pensar en lo verdaderamente importante. Imperdible, el amigue Tuqui.
Me gustaría que ningún animal matase a otro, salvo que se lo fuera a comer. El cuentito religioso del león yaciendo junto al cordero es muy lindo, pero termina antes de la hora de la cena, y no hay una continuación que diga si al día siguiente seguían estando los dos enteros.
Supongo que estoy indignando a algunos asesinos de zanahorias que, como nosotros, se alimenta de cadáveres de seres inferiores, y para peor de unos que ni siquiera se pueden escapar.
Imagino que pronto -en términos históricos- tendrán razón, y deberé desear que ningún animal mate a otro, ni siquiera para alimentarse. Con el tiempo, esta discusión perderá importancia y caerá en desuso. Y un siglo después, tal vez, los vegetarianos sean el último reducto del horror, una especie de ingenuos caníbales del futuro, mientras el resto de la humanidad se alimenta a través de productos químicos o, como parece pretender la política actual, directamente de aire.
Los cambios sociales son varios, son bruscos y son frecuentes. La civilización tal cual la conocemos se termina al menos dos veces por semana. En menos de un siglo cambió -y sigue cambiando- la política internacional, las relaciones de poder, las formas de la guerra, la relación con el medio ambiente, el clima, las comunicaciones, la tecnología, los valores morales, etc.
Cuando se nos pregunta en qué mundo estamos viviendo, la respuesta más acertada es qué sé yo. Si algo permanece es la condición humana que nos hace depender de la realidad circundante para construir la propia, y si la realidad de afuera cambia constantemente la nuestra deberá redefinirse con el mismo ritmo inalcanzable.
Ni siquiera podemos recurrir a los recuerdos. Los púberes de los 60 nos hubiésemos batido a duelo por los favores de la señora Peel, aquel sex symbol que Diana Rigg personificaba en la serie Los Vengadores.
La sonrisa, la ropa de cuero y su habilidad para las artes marciales eran una combinación irresistible. Sin embargo, si volvemos a ver esos capítulos habiéndonos despojado de la nebulosa nostálgica, nos encontraremos con una mujer bonita aunque con menos carne que una puerta, impecablemente vestida, envolviéndose en unas escenas de acción francamente ridículas. Y ni hablar de lo que los años hacen con aquellos recuerdos.
Como dijo Discépolo, fiera venganza la del tiempo, que te hace ver deshecho lo que uno amó: Diana Rigg es hoy Olenna Tyrrell en Game of Thrones (Juego de Tronos), y para los más jóvenes será difícil comprender aquella apasionada y carnal devoción juvenil.
En medio de estas turbulencias evolutivas, se agita el idioma. Eso nos pone en un nuevo plano de discusión: el español no es una lengua muerta. Está vivo, cambia, se adapta. Y, aun sabiendo eso, al escuchar adolescentes reemplazando con una e las vocales que determinan el género de las palabras mi primera reacción fue… inconfesable. Otra vez la lucha contra la fosilización intelectual.
https://www.youtube.com/watch?v=IwozaE24z_w
Por suerte no tuve que pensar mucho antes de que me diera vergüenza el rechazo inicial. Todo el tiempo se agregan nuevas formas y nuevas palabras al caldo del lenguaje. Algunas no resisten el primer hervor: no hace demasiado tiempo hubo un intento de desterrar la Ñ, revulsivo pero infructuoso a poco de manifestarse.
Al escuchar adolescentes reemplazando con una e las vocales que determinan el género de las palabras mi primera reacción fue… inconfesable. Por suerte no tuve que pensar mucho antes de que me diera vergüenza el rechazo inicial. Todo el tiempo se agregan nuevas formas y nuevas palabras al caldo del lenguaje.
¿Puede pasar lo mismo con este intento de desterrar el machismo de la lengua madre (¿lengua madre es un concepto feminista?), a veces en detrimento de las raíces etimológicas? Sí. ¿Pasará forzosamente? No. Y no está mal ninguna de ambas cosas. Si todas las personas que hablamos español nos ponemos de acuerdo en que sí quiere decir no y viceversa, no se requerirá nada más para cambiar el idioma. No se necesita ser Euclides para entenderlo.
Y si algo tan importante como nuestra principal herramienta para comunicarnos puede transformarse por un acuerdo entre voluntades, ¿qué puede impedir la construcción de un mundo más justo y equilibrado?
Si el lenguaje puede transformarse por un acuerdo entre voluntades, ¿qué puede impedir la construcción de un mundo más justo y equilibrado?
Ya lo saben: los discapacitados morales, los mentirosos, los insensibles, los egocéntricos, los sociópatas y, sobre todo, la intersección de todos estos conjuntos con la clase política.
No son tiempos fáciles para el común de los mortales. Especialmente para los que preferimos saber antes que creer y para tener fe en algo primero tenemos que meter el dedito en el agujero de la palma de la mano. Y permaneceremos en esta angustiosa incertidumbre hasta que ya no tengamos dientes con qué comernos las uñas, mientras no podamos redefinir qué es bueno y qué es malo, cuál es la verdad y cuál la mentira o de qué forma nuestras pequeñas, irrelevantes, pedorras pero honestas realidades individuales pueden asociarse para construir una sociedad mejor (tampoco sería muy difícil) con educación y justicia, en la que los corruptos vayan presos, se devuelva lo choreado y los empleados públicos con cargo ejecutivo hagan lo que los ciudadanos piden y necesitan.
Hace mucho se decía que eso era la democracia.
Tuqui