Si de actualidad se trata, es difícil hablar de diferentes temas en un país donde siempre pasa lo mismo. Vivimos en ciclos “largos” (esos en los que, cada tanto, los bancos y el gobierno de turno acuerdan que el dinero de los ciudadanos pasa a ser ajeno y vuela al exterior convertido en dólares) y otros cortos, de cuatro años. Es ese lapso el que se requiere para que haya un año bisiesto, un mundial de fútbol… y una elección presidencial.
Ahí, en la “zona electoral”, es cuando -unos con alegría, otros con decepción, algunos más impávidos, absteniéndose y con un ataque de risa- vemos girar la pesada noria del sufragio payasesco, tirada por el caballo viejo y exhausto de un pueblo que insiste en consagrar mentirosos pese al hartazgo.
Y vuelven a votar promesas, incluso las de aquellos que no cumplieron. Los actos y campañas abonan el terreno de la credulidad -malsana a esta altura- y el fervor de quienes suponen que esta vez sí van a hacer todo lo que dijeron que harían y no hicieron.
Puesto en pocas y claras palabras, ninguno cumple lo que promete en campaña, la culpa será de la gestión anterior, los argentinos tendremos que hacer un sacrificio… si queremos que la banca internacional se siga quedando con lo poco que tenemos.
El mal chiste inculcado desde el colegio primario (“a alguien hay que votar”) se hace carne una vez más en personas que en lugar de exigir información prefieren votar un tono de voz, un color de ojos o una circunstancia aleatoria convertida en tragedia personal, con musiquita de fondo y todo.
Nunca se alude a la democracia directa, a la posibilidad de remover al corrupto que se llena las faltriqueras mientras inaugura hospitales que no funcionan o va cerrando escuelas por el bien de la educación pública.
Es tanto el nivel de desolación intelectual que la posibilidad de pensar por sí mismos, sin peroratas orientadoras de fondo, parece resultar aterradora (ya habrán notado que el discurso de los políticos imita al de los pastores religiosos, otro cardumen de ladrones que alcanzan el nivel bon vivantdistribuyendo fantasías con grititos, silencios calculados para hacer lugar al aplauso de la horda y un índice enarbolado para conjurar al enemigo, ya sea la oposición o el diablo).
Y cuando se acerca la época de levantarse un domingo y perder el día para reemplazar vivillos legislativos o ejecutivos la Argentina se transforma en un cuento de Hans Christian Andersen, aquel compañero de nuestra infancia autor de El Patito Feo y La Sirenita, entre muchísimos otros.
El país preelectoral se convierte en una versión escatológica y deformada de Keiserens nye Klæder, conocido en español como El Traje Nuevo del Emperador o El Rey Desnudo.
Para beneficio de quienes pudieran no conocer la historia, el relato es (abreviado) el siguiente:
Dos estafadores convencen a un monarca de que, disponiendo de valiosísimos materiales, le confeccionarán una vestimenta de excelencia como no se ha visto otra igual. La prenda tiene un solo problema: es invisible a los ojos de los estúpidos. Una vez alertados, tanto el rey como sus súbditos, de esta peculiaridad, fingen vestir al regente y lo envían a desfilar completamente desnudo, mientras el público mira a su alrededor y trata de ocultar su propia estupidez elogiando el atavío, hasta que un niño grita “¡El rey está desnudo!”. Esto no evita que el monarca, que para algo es regente, continúe desfilando.
Es fácil establecer un paralelo entre esa historia y la nuestra. Salvo que, a diferencia del rey, los políticos en campaña son cualquier cosa menos estúpidos. Son conscientes de su desnudez moral, pero cuentan con la ingenuidad de quienes descreen de los bolsos voladores, de las filmaciones en bancos y financieras, de los hoteles aparecidos por arte de magia y, más recientemente, del tubo de bicicletas financieras a través del cual las divisas emigran en una sangría inmoral e incesante.
Ninguna crítica u observación es permitida ni tolerada, y no importa cuál sea la diferencia manifestada, inmediatamente las redes tratarán al osado, simultáneamente, de fascista, zurdo, gorila, corrupto, idiota y muchos otros diagnósticos que, por suerte, no se nos cobran.
De un lado aseguran que la inocencia de la ex presidenta no necesita ser demostrada dado que es víctima de una persecución judicial. Del otro se afirma que hay pruebas suficientes para que alguna de sus seis o siete causas terminen con la cárcel.
Algunos notamos que, posiblemente, si Cristina va presa (o se retira de la contienda, lo cual es poco probable considerando la alta estima en que ella misma se tiene) Macri no gane. Y ya hace rato se demostró que, en su inmensa mayoría, la justicia federal no tiene nada que ver con la Justicia.
En el momento en que la gente es más importante -el único momento en que es importante-, es cuando todos se embarcan en roscas y negociaciones para rasguñar un puestito que les permita ejercer su señorío de coima y negociado.
¿Cuál será el resultado de la contienda electoral? Imposible suponerlo, cuando ni siquiera se han propuesto la mayoría de los candidatos. Puede ser por estrategia política o porque no se deciden a manotear la papa que todavía está hirviendo. Por vergüenza, podemos afirmarlo, no es, porque si hay algo de lo que los políticos tradicionales (es decir, los mismos que nos estafan desde hace décadas) carecen es, precisamente, de vergüenza.
Reyes desnudos y embadurnados con los desechos de sus respectivas historias que, aun conscientes de su obsceno nudismo, se pasean orondos y protegidos por la convicción de un pueblo entero: como siempre, otra vez, los estúpidos son los demás.