Hace unos días, buscando herramientas para poder canalizar nuestra angustia y soledad, junto con mi esposo, releemos detenidamente el Art. 24 sobre la Convención sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad: “Los Estados Partes reconocen el derecho de las personas con discapacidad a la educación. Con miras a hacer efectivo este derecho sin discriminación y sobre la base de la igualdad de oportunidades, los Estados Partes asegurarán un sistema de educación inclusivo a todos los niveles así como la enseñanza a lo largo de la vida.”
Nuestras miradas quedaron fijas en el fragmento “sobre la base de igualdad de oportunidades” y a partir de ahí no pudimos continuar con la lectura. No pudimos continuar porque pensábamos precisamente en esta palabra: Oportunidades.
Y pensábamos en nuestro niño, de tan sólo ocho años quien fue diagnosticado con TEA (Trastornos del Espectro Autista) cuando tenía un año y medio. A partir de ahí, comenzó nuestra aventura no sólo con médicos y estudios, también en centros terapéuticos, obra social y escuela.
Desde que nuestro hijo ingresó a esta gran montaña rusa llamada “sistema educativo” nuestros niveles de estrés y desolación fueron en aumento a medida que nuestro pequeño pasaba de un año a otro. Cada año nos esperó con más de lo mismo, papeles y planillas para llenar, órdenes médicas, presupuestos y la incertidumbre de no saber si al comenzar el año, tendríamos todas las terapias y apoyos aprobados por la obra social. Necesitábamos de esa palabra “aprobado” para lograr transitar el año un poco más aliviados y dedicar nuestras energías a la rutina familiar.
Nuestro primer gran golpe fue la sala de 5 años, el pre-escolar, un listado de objetivos pedagógicos y “contenidos” nos agobió durante todo ese año porque si nuestro hijo no lograba alcanzarlos, la única recomendación viable por medio de su escuela era la permanencia o pasaje de escuela especial. Ese había sido el veredicto final. Y claro, él era distinto, y sus tiempos de aprendizaje también lo eran, y sus maneras de construir sus aprendizajes también. Él no entraba ni cumplía con los parámetros de normalidad que la escuela y la sociedad requieren.
La decisión de rechazar ambas propuestas fue por nuestra propia cuenta, sin el apoyo de su maestra, directora, maestra integradora, equipo terapéutico ni la coordinadora del centro que realizaba el acompañamiento escolar. Se supone que luego de los padres, son las personas qué más conocen a nuestros hijos pero, en realidad, lo que conocen es una “idea” de lo que nuestros hijos son y pueden, acompañados de ciertos mitos y personajes de ficción.
El cambio de escuela fue la gran salida para romper una estructura que no le hacía bien a nuestro hijo ni a nosotros, sus padres. La escuela estatal nos ofrecía la oportunidad que veníamos anhelando: ahora sí íbamos a poder defenderla con hechos.
Con un primer año exitoso en donde tuvo que procesar muchos cambios (escuela, compañeros, maestros, acompañante, etc.) todo nuevo, logramos encontrar un poco de alivio, pero como mencionábamos al principio el segundo año de la gran montaña rusa trajo consigo una curva demasiada angustiante y les resumiremos cómo nuestro relato se desmoronó a días de haber iniciado las clases.
La escuela privada ya nos había enseñado su lado más «privado» y varias veces caímos en la incertidumbre del ¿y ahora qué?, ¿cómo seguimos?
Hemos perdido valiosos años y aprendimos la lección. Pero lo peor es que nuestro niño ha perdido muchísimo tiempo respecto a su aprendizaje. Y los padres sabemos la importancia y el valor del tiempo en el aprendizaje de los hijos, especialmente hacia aquellos que presentan algún desafío. Hoy a pesar de defender y luchar por la inclusión tenemos dificultades para creer nuestro propio relato.
En seis meses vamos por la tercer acompañante escolar, y todas las razones por las cuales renuncian son sumamente entendibles y válidas pero, ¿quién nos entiende a nosotros?
Seguimos sin poder comenzar las clases a una semana del retorno escolar, no sólo pasaron seis meses, para nosotros «perdimos seis meses». Otra vez nuestro hijo deberá esforzarse para establecer el vínculo con una persona nueva, pasamos de una psicóloga a una psicopedagoga y ahora una T.O. Distintas miradas, distintos abordajes, distintas personalidades y rostros que les son difíciles de procesar. Hace unos días, personal docente de la escuela se comunicó telefónicamente con nosotros para preguntarnos cuáles eran los motivos por los cuales él no estaba asistiendo. Explicamos la situación de la falta de acompañante y a continuación un silencio de sepulcro que dice más que cualquier palabra. No te lo dicen pero lo dan a entender: “Sin acompañante mejor no”
Queremos creer que, en algún momento, la inclusión escolar va a ser una alternativa viable para los nuestros o lo que sería mejor, quisiéramos vivir en una sociedad en donde la palabra inclusión no exista porque tampoco existiría la discriminación o la falta de empatía. No queremos seguir leyendo resoluciones con palabras que encandilan pero no protegen a nuestro hijo ni a los de nadie.
Es urgente implementar un cambio educativo, ir a las bases de la formación docente, dejar de enseñar planificaciones ideales para alumnos “tipo” y reconocer que la práctica es muy distinta a la teoría pero para llegar a eso es necesario romper muchas estructuras mentales, eliminar barreras, mitos y prejuicios.
Como padres, queremos cumplir con nuestro rol, tan solo eso. No queremos ser acompañantes de nuestro hijo, metidos en el aula con él para poder ayudar a la maestra porque es evidente que con él «no puede»; y aunque comprendemos la situación de los docentes no podemos excusar la falta de humanidad de muchos de ellos. Pasan los años, pasan los gobiernos, pasan las docentes y nos pasa la vida y la vida de nuestros hijos pasa también. Hace tiempo leímos una frase de John Lennon que decía: “La vida es lo que nos pasa mientras estamos haciendo otros planes”. Y así, la vida nos pasó y nos pasa, también a nuestro hijo. Sin embargo, para él los cambios en lo que respecta a su aprendizaje han sido escasos, porque precisamente este sistema educativo le ha negado esas oportunidades de innovar, porque le ha sido más cómodo repetir o automatizar.
Un sistema insostenible que permanece inmutable, rústico y prehistórico vestido de blanco, un sistema para todos en teoría pero para pocos en la práctica. Y nos tendríamos que sentir afortunados: al menos no esperamos una vacante.
Muchas veces se siente la sensación de estar metido en un laberinto circular en el que sólo damos vueltas, sin encontrar la salida. Duele, porque desgasta y por sobre todas las cosas, el único perjudicado es nuestro hijo. Ésta puede ser también tu historia, la de muchos papás que todos los días tenemos que enfrentarnos a esta realidad. Hoy todavía no puede ir a clase y aunque sabemos que podríamos llevarlo no podemos hacerlo porque la maestra no está preparada y porque tiene una integradora de la cual todavía seguimos esperando que haga su trabajo de inclusión. La realidad es que si no fuera porque sus padres se mueven, activan, no se quedan y la luchan, no sabemos qué sería de él. Y lo hacemos porque queremos que tenga las mismas oportunidades que todos sus compañeros, que el tránsito por la escuela le sea placentero y se lleve los mejores recuerdos pero, por sobre todo, porque lo amamos y porque se merece lo mejor que le podamos brindar.
Gabriela y Martín, padres de Donato