Medios: ¿Por qué el genocidio de Ruanda nos enseña que las palabras matan?

Por: #BorderPeriodismo

El lunes último se cumplieron veinte años del inicio del genocidio en Ruanda, el más veloz y brutal de la historia reciente, en el que casi un millón de ruandeses de la etnia tutsi  fueron asesinados por ruandeses de la etnia hutu. Tres meses de matanzas colectivas en la que los medios de comunicación jugaron un rol clave. Esta es la historia. Y la advertencia.

Por Fernanda Sández

Por centurias, dos etnias llegadas a Ruanda desde dos naciones vecinas convivieron compartiendo un idioma y una fisonomía que vuelve a la supuesta “diferencia” entre ambos técnicamente inexistente. Las separan, en todo caso, la procedencia y el estilo de vida: los hutu son esencialmente agricultores llegados desde Uganda mientras que los tutsi  arribaron desde Etiopía.

Mayoritarios unos (los hutus: 9 de cada 10 ruandeses alguna vez perteneció a esta etnia), minoría poderosa los otros (pese a ser numéricamente inferiores, los tutsis conformaron  durante años la elite rica e ilustrada de la nación, la que se alió con los colonizadores europeos), ambos grupos se las arreglaron para convivir más o menos armónicamente durante mucho tiempo Hasta que en alguna fecha imprecisa que algunos investigadores fijan en el siglo XIX, cuando dos potencias europeas (Alemania y Bélgica) llegan , se apoderan del lugar y capitalizan en beneficio propio la supuesta “rivalidad” entre ambas tribus.

Es real que los hutus vivieron durante muchos años bajo el yugo tutsi. Pero no menos cierto es que, hasta la llegada de los colonizadores, pertenecer a una u otra etnia podía asimilarse más a un estatus económico o a un modo de vida que a cualquier otra cosa. Así, por ejemplo, un hutu enriquecido que comprara unas cuantas vacas quedaba asimilado al universo tutsi.

Hasta que alemanes y belgas se encargaron de fogonear la rivalidad entre ellos a punto de hacer del asunto de la pertenencia un tema de cuidado. Ser hutu o tutsi pasó entonces a estar asentado en los documentos de cada ciudadano, y claramente eran los tutsis (aliados del poder blanco) quienes llevaban las de ganar en este extraño reparto de fortunas.

Fueron en especial los belgas los que instalaron la idea de “casta”, haciendo una clara diferencia en favor de los tutsis y en contra de los hutus. Hasta que finalmente en 1962 los hutus se levantan en armas contra sus opresores (europeos y africanos), declaran a Ruanda como una nación libre y obligan a los tutsis a escapar a Uganda, donde masticarán su rencor- y su deseo de venganza-por casi treinta años.

Allí, crearon un ejército (el Frente Patriótico Ruandés, FPR) y su líder, Jerome Kagame, logró ganarse el apoyo de los tutsis (exiliados algunos, viviendo todavía en Ruanda otros) con la promesa de un regreso al poder. Cumplió, pero del peor de los modos: en 1990, el FPR invadió Ruanda, llevando a un punto sin retorno la rivalidad entre ambos grupos.

Era evidente que los hutus –ya más que cómodos en el poder al cabo de tres décadas al frente del país- resistirían al potencial “desalojo”. ¿Cómo? Apelando a los medios de comunicación, claro, seguros de que –bajo la supervisión adecuada- se convertirían en un aliado estratégico para ganar la batalla por el control sobre la opinión pública.

Pero eso de  “medios de comunicación” es, en realidad, sólo un modo de decir: en Ruanda, donde 7 de cada 10 habitantes son pobres, la mayor parte de la gente es analfabeta y tener un televisor no es tampoco para todo el mundo, lo más parecido a un medio masivo es la radio. Por eso, ya en 1990 y como presagio de lo que estaba por venir, personeros de los grupos radicales hutus fundan un diario, Kangura (“¡Despierta!”, en la lengua local) y una radio: la Radio Libre Mil Colinas.

Desde el diario comenzaron a emitirse consignas de odio no sólo hacia los tutsis sino también hacia los hutus moderados, a los que se acusa de complicidad. Más aun, desde las páginas de Kangura se crea una suerte de “decálogo hutu” que pone en una situación por demás incómoda a todos aquellos ciudadanos que no apoyen estruendosamente cada decisión del gobierno hutu, por ese entonces a cargo de Juvenal Habyarimana.

La radio de las Mil Colinas emitía programas en la misma tónica y- como además captaba a una audiencia joven- aprovechaba su programación para difundir las canciones de Simón Bikindi, un cantautor de enorme popularidad en los noventas y, trágicamente, también la “banda de sonido de la masacre”. ¿Por qué? Porque las canciones de Bikindi azuzaban el odio hacia los tutsis con la misma eficacia con la que la radio Mil colinas insistía en llamarlos “cucarachas” o “serpientes”. “Yo odio a estos hutus moderados que han renunciado a su identidad”, cantaba Bikindi, y los fanáticos entraban en trance.

Simon Bikindi Vídeo

Nada de qué extrañarse entonces si –al día siguiente de la muerte del presidente hutu, atribuída al ataque de un misil tutsi- la carnicería estalló y fue transmitida y alentada desde la radio por periodistas y locutores que incitaban a la gente a salir a matar a sus “enemigos” tutsis, así como también a cualquiera que se permitiera el más mínimo gesto de compasión o de duda. La emisora pasó a estar bajo control militar y desde allí se coordinaron las matanzas y se mantuvieron por tres meses las arengas.

“¡Llenen las tumbas que todavía están medio vacías! ¡Asesinen también a los niños!”, se escuchó en la frecuencia de Mil colinas por casi cien días. “¡Abran en canal a las mujeres embarazadas, corteles los pechos y luego arránquenles los pechos!”, clamaba la radio. Y no pocos sobrevivientes testificaron haber visto ejecuciones así de sangrientas: embarazadas abiertas al medio, bebes asesinados. Y todos alrededor, mirando.

Algunos sobrevivientes tuvieron que refugiarse en pantanos o en la selva para escapar de las razzias. Las mujeres, antes de ser muertas, fueron sistemáticamente violadas y las pocas que alcanzaron a sobrevivir de milagro, a menudo haciéndose las muertas debajo de cientos de cadáveres (como en el caso de Deodonne Iyarwema, por entonces una niña de 13 años que resistió quince días en medio de cuerpos putrefactos antes de lograr ser rescatada) o bien ocultas en los sitios más inverosímiles. La mayoría de ellas está contagiada de VIH. Ya han nacido 20.000 niños fruto de esas violaciones.

Según los expertos –y los testigos- los tutsis fueron masacrados a machetazos, o bien encerrados en iglesias y escuelas antes de ser acribillados o prendidos fuego. Al cabo de los noventa días de matanza, los muertos llegaron a los 800 mil. De la población tutsi, apenas sobrevivió el 25%.

Luego fue la hora del contrataque, y 2 millones de hutus debieron escapar hacia la República Democrática del Congo. Ya era tarde para todo: la población había sido diezmada y la Organización para las Naciones Unidas (ONU) sólo aceptó a intervenir tarde y mal, cuando la mayor parte del desastre estaba hecho. Finalmente llegó algo parecido a la paz, y los juicios a cargo tanto de un Tribunal Penal Internacional como de las llamadas “gacacas” o jurados populares. Tantos habían sido los crímenes, y tan brutales, que el sistema legal ruandés literalmente colapsó y por eso se recurrió a la forma tradicional de justicia: la victima frente al victimario, un castigo para éste y una reparación para aquella.

Claro que, esta vez, en el banquillo de los acusados no sólo hubo fuerzas policiales y militares, sino que también fueron procesados el dueño y el director de la radio Mil Colinas. Al primero le dieron 35 años de prisión; al segundo, cadena perpetua. También fue condenado el cantante Simón Bikindi a 15 años de cárcel, y Valerie Bemeliki-una de las seis locutoras que trabajó en la programación especial de la radio para incitar a la matanza- fue condenada a prisión perpetua.

Sé que mi responsabilidad ha sido muy grande. Por eso he aceptado mis pecados y he pedido perdón. Hay compañeras de prisión que me acusan de haber traicionado a los hutus, pero no servirá de nada mantener el clima de guerra y matanzas. Por el bien de nuestro  país, tenemos que aprender de una vez por todas a vivir juntos”, declaró en una entrevista, conciliadora. Pero cualquiera que vuelva a repasar hoy el odio que encerrado en todas esas frases que ella y otros pronunciaron como mantras por días y días, sabe que las palabras pueden matar. En Ruanda lo hicieron. Y el duelo es infinito.

Para saber más:

http://www.rwandanstories.org/

http://blog.pucp.edu.pe/item/11392/romeo-dallaire-un-soldado-contra-el-genocidio

https://www.youtube.com/watch?v=oXOXeUKL-mc&list=PL4D973D77050E4B4F

 

 

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