Nuestro analista actualidad con humor corrosivo se sacó un poco y nos lleva de viaje a un futuro distópico que no parece tan lejano, regido por las antinomias y los odios. Lo que fue loco ayer hoy es tan real que no sabemos si habla en serio o en joda. Usted decide.
No es ningún secreto que la más importante de las circunstancias que llevaron a la presidencia a Mauricio Macri en las últimas elecciones presidenciales fueron los doce años de cleptocracia gubernamental que lo precedieron, y que terminaron por hartar a esa masa de pobres ciudadanos que votan una y otra vez las mentiras que les gusta creer.
La victoria del ingeniero hubiese sido impensable en el país de hace 20 o 30 años, del mismo modo que no pudieron preverse muchos de los vaivenes de la política internacional. La globalización y el acceso a la información a través de internet hacen imposible el ocultamiento de los hechos. Nos vemos unos a otros desnudos, pateando al perro, besando nuestra imagen en el espejo, pegando un moco debajo de la mesa o gaseando a una multitud desarmada, aquí, en Tokio, en Barcelona o en Borneo, mañana, tarde y noche. Ya no pueden volver los golpes de estado sin sufrir una condena internacional.
Entonces el capitalismo, que para repugnancia de la izquierda es lo único revolucionario que hemos visto tras dar la vuelta al Sol varias docenas de veces, se tuerce sobre sí mismo, se parte y reagrupa, cambia de sexo y religión —por así decirlo— y vuelve a buscar la guita, que siempre está en el mismo lugar, para darnos palmaditas en la espalda mientras nos despoja con su nueva versión.
Uno empieza a preguntarse cosas y, como uno vive solo y está harto de tratar con personas que siempre tienen razón sin admitir dudas o argumentos, termina por responderse a sí mismo, con el temor de que una frase equivocada provoque el desdoblamiento de personalidad y la consecuente autopelea.
El triunfo del actual modelo socioeconómico nacional era tan probable —o improbable— como los resultados del Brexit, el éxito de Trump, el paródico Sansón norcoreano que se vuelve más loco con cada corte de pelo, el resurgimiento nazi en Alemania o la sorpresa del pacto colombiano, entre otras cosas. ¿Por qué se ha vuelto cotidiano lo que no hace mucho —en términos históricos— hubiera parecido un desatino?
Lo que pasó aquí, con otras características, sucede en otros países de Latinoamérica. El poder económico no puede ser ajeno a la instauración de populismos autoritarios, delictivos y oligárquicos. Los que llegan pobres al gobierno se hacen millonarios y los que llegan millonarios se hacen más ricos, alcanzando niveles nauseabundos de incremento patrimonial en nombre de un socialismo para pocos. Para peor, siguen arrogándose la representación de personas que defecan en un pozo, no tienen salud ni educación de calidad y comen cada dos días, hasta que algún descerebrado los mata por unas zapatillas.
Las gestiones se prolongan lo suficiente como para que el pueblo tenga los testículos —u ovarios, para no decir testículas, como le gustaría a Lubertino— del tamaño de dos planetarios, y llegue a considerar que cualquier cosa es preferible.
Sospecho que eso es lo que permitirá en Venezuela que cuando no exista Maduro vuelva a gobernar alguno de los dos partidos que, antes del impresentable y de su maestro, padre, tutor y encargado Chávez, se alternaron en el poder manteniendo la pobreza de millones. Es que para que haya poder debe haber quien manda y quien obedece, y eso requiere pobres, muchos pobres. A menos que sobren, claro: otra circunstancia que el dinero ha previsto, mientras aquí se siguen escuchando cánticos premonitorios que anuncian un retorno con ruido a púa propios de un vinilo de los ’70, es que la mayoría de nosotros pronto estaremos de más. La tecnología es indetenible. En pocos años no habrá necesidad de choferes, pilotos, obreros, operarios. El factor humano en la producción se reducirá a un grupo de entrenados que aprieten botoncitos mientras las máquinas lo hacen todo menos los niños, y esto tampoco podría asegurarlo. Los actuales discursos de la burocracia sindical podrán equipararse a un demente aullando que se armará flor que quilombo si no le dan gratis un caballo extra a cada carrero repartidor de leche, ya entrado el siglo XXI.
¿Cómo excluir a la gente que sobra? No es políticamente correcto empezar con cualquier excusa una guerra de exterminio (bueno, el petróleo y la religión siguen estando de moda). Lo más fácil, y lo que permite que las corporaciones económicas se laven las manos argumentando falsamente que ellas no gobiernan el mundo, es que nos matemos unos a otros, con la colaboración esporádica de alguna fuerza de seguridad. Destruir la educación genera más violencia y más delito. Y si en un país desbordado por el narcotráfico no hay interés (no hay leyes, no hay fondos, no hay infraestructura) en contener, reformar y/o rehabilitar a los púberes prospectos de delincuente, lo mejor es que toda la población se preocupe por una selección de fútbol que, como el país, no parece ir a ningún lado. Mejor atenerse al rubro Messi o antiMessi, y discutir pavadas con la vehemencia e intolerancia requeridas.
Ir contra el vecino es un método que mantiene a salvo a los poderosos, porque ellos no suelen vivir al lado de tu casa. Ser algo o antialgo, ésa es la consigna. Odio en vez de opinión, insulto por argumento, la enemistad reemplazando a la solidaridad. Si usted está viendo esto seguramente tiene acceso a las redes sociales; leer los comentarios a un tuit, un posteo de Facebook o un video de YouTube sobre política, sexo o religión le permitirá entender de qué hablamos.
Y los que queden, una vez pasado el desastre, contentos con la «democracia», seguirán votando al que les diga las mentiras más bonitas, quizás absteniéndose de pensar cuál es la ventaja de un sistema que avala decisiones inconsultas y en el cual nadie que diga la verdad puede ganar.
Tuqui