#Border se metió en la marcha de silencio en tributo al fiscal Alberto Nisman, convocada cuando se cumplía un mes de su muerte. Si no fuiste, aquí te presentamos este #Border Inside, para que lo vivas como si hubieras estado ahí.
Por Fernanda Sández (@siwisi)
Apenas pasadas las seis de la tarde del miércoles 18 de febrero, la Plaza de los Dos Congresos hervía de gente. Las bocas del subte A parecían expulsarla en oleadas: chicos, parejas, venerables señoras de pelo canoso, sesentones en remera, amigas recién salidas de la oficina y un montón de “sueltos”. Yo era una más en el pelotón de piezas únicas, y todos –apenas llegar ahí- comenzamos a caminar por la avenida en dirección a la Plaza de Mayo, pero sin apuro. La cantidad de gente (estimada por la policía metropolitana en 400.000 personas) obligaba a llevar un ritmo del tipo procesión a Luján, y el perfil de la marcha (un homenaje silencioso al fallecido fiscal Alberto Nisman) descartaba desde el vamos cualquier tentación de cantito de cancha. Nadie había ido ahí para eso. Y se notaba en el aire.
Así , entre una lluvia que caía a baldazos (“Néstor hace pis”, tweeteó el siempre ocurrente Alex Freyre), miles de paraguas y banderas argentinas, fueron avanzando en la marcha por la avenida, mientras los vecinos –desde los balcones- registraban todo con cámaras y filmadoras. También nos filmó un simpatiquísimo drone amarillo y anaranjado que parecía una flor de juguete y se quedaba quieto, filmándonos desde el aire, cual picaflor espía. Varios saludaron al drone, y hasta no faltó quien gritara “¡Saludos a Stiusso!”. Finalmente el drone se alejó pero sólo para dejar el turno a un helicóptero atronador, que no logró más que hacernos cantar más fuerte las estrofas del himno.
¿Quiénes fueron? Tal vez sería mejor preguntarse quiénes no fueron. Porque más allá de los fiscales convocantes y de los políticos que acompañaron la iniciativa, en la calle, codo a codo, hubo toda clase de personas en la marcha y ni una sola consigna política. Ni una sola. La única bandera fue la nacional y en las pancartas se pedía justicia por la muerte de Nisman o por la causa AMIA. “Que la muerte de Nisman no sea la lápida de su denuncia”, rezaba un cartel.
Y, hablando de rezar, hasta una monja hubo. Esta cronista la vio, toda de gris, del brazo de una amiga y bajo un paraguas enorme. Vio también a una chica en silla de ruedas (“Soy Cristina, déjenme pasar”, bromeaba con los amigos que la iban empujando), dos ciegos, una octogenaria con collarín en el cuello y bandera en la mano y hasta un chico en cuero y con muletas, todos caminando al compás hacia la Plaza de Mayo.
Casi una hora y veinte tomó recorrer las primeras cuadras, lo que da cuenta del río de gente que era eso. Había que dar pocos pasos, detenerse, esperar y recién después seguir. El avance se matizaba cantando el himno, aplaudiendo y gritando siempre las mismas tres o cuatro consignas: Justicia, Nisman presente, Argentina. En algún momento, la multitud se volvió un peligro potencial. Temblé de sólo pensar qué pasaría si alguien comenzaba a correr y se armaba una estampida. Opté por seguir cantando el himno.
A la altura del Palacio Barolo, el himno se volvió ensordecedor, pero los truenos no se quedaron atrás. De todos modos, a esa altura de las cosas ya éramos una caravana de pasados por agua, de gente que sostenía su paraguas más como símbolo que como protección. “Seguimos queriendo saber de qué se trata”, resumió un señor frente a dos amigas tan ensopadas como él.
Sólo en un momento el ritmo pachorra del avance (todos perdimos en algún momento la noción de por dónde íbamos, porque era imposible ver en nombre de las calles) se interrumpió. Fue cuando, con toda amabilidad, un grupo de la policía metropolitana pidió paso: venía la familia de Nisman detrás de una pancarta y en una suerte de “corralito humano” que avanzó presuroso hacia la Plaza de Mayo. Fue ver eso y recordar más brutalmente por qué estábamos todos ahí: porque un fiscal de la Nación terminó muerto luego de involucrar en una denuncia a la presidente de esa misma Nación. Tal vez por eso, el grito que ganó todas las gargantas fue uno sólo: “Nunca más, nunca más”.
A la altura del Teatro Avenida el agua volvió a arreciar y los vendedores de pilotos y paraguas se animaron, de a poco, a corear sus ofertas. Pero ni falta que hacía: ya todos éramos espectros húmedos y con los dedos arrugados por la lluvia, así que nadie se entusiasmó demasiado. El que tampoco vendió mucho fue el señor del puesto de choripanes que nos esperaba casi al entrar a la plaza. Tal vez, sólo tal vez, había algo profundamente disonante en eso de ponerse a comer en medio de una marcha en donde (si bien no había lágrimas) la angustia y la preocupación podían leerse en las caras. Nadie estaba ahí festejando nada, ni tramando vaya a saber uno qué secreto “golpe” de esos con los que suele fantasear el ejecutivo. Eran ciudadanos de a pie, pidiendo una vez más lo mismo de siempre, como también se coreó: “Verdad y justicia, verdad y justicia”.
Lo que sí se vendió (“como pan caliente”, sopla el lugar común) fueron las banderas argentinas, a pesos treinta cada una. La mayoría la usó a modo de capa porque la tormenta no permitía más agite que ése. Y así fue como, casi dos horas y media después de haber salido del Congreso, terminamos llegando a la Plaza de Mayo: envueltos en banderas, con la ropa pesada como plomo y todavía cantando aquello de “coronados de gloria, vivamos”.
Tal vez en esa frase se resuma en cierto modo la marcha de ayer: del deseo (colectivo, compartido por los miles de personas que sintieron llamadas a salir a la calle el 18 F, más allá del cielo en armas) de vivir de otra manera. De volver a sentirse, como alguna vez fue, parte de un todo y protegidos y amparados por ese todo. Sin que denunciar equivalga a un acta de defunción, sin que pedir justicia se vuelva, siempre, un eterno juego de El Gran Bonete. Sin que a algunos, desde uno de los poderes de la República, se les diga que lo mejor que pueden hacer es callarse la boca y hacer de cuenta que nada ha pasado. El 18 F, el silencio se volvió ensordecedor. Veremos ahora si hay alguien ahí que quiera escuchar algo más que aplausos.