Mujeres sin hombre, nada más…

Por: María Julia Oliván @mjolivan

Leni Gonzalez

-Criada: ¡Es que son malas!

-Poncia: Son mujeres sin hombre, nada más.

Nadie necesita ni falta que hace que enumere lo que la literatura le debe a Federico García Lorca. Pero como una loca escapada de sus letras quiero salir corriendo por la avenida Santa Fe, después de ver La casa de Bernarda Alba,en el teatro Regina, y gritar ¡larga vida a los estrógenos! Y gracias, poeta, por poner en el centro la pasión, el deseo, el sudor, la calentura de las mujeres en una época en la que sentir, y declararlo, se pagaba caro. Lorca escribió esta obra en 1936, pocos meses antes de ser fusilado por el franquismo, a los 38 años. Casi la misma edad de José María Muscari, el director de esta última versión del drama que Margarita Xirgu estrenara en Buenos Aires, en 1945.

Aunque simplificó algunas partes y amplificó otras, Muscari logra lo que se debe lograr con un “clásico”: interpelarnos a todos con una puesta que entiende la complicidad entre el texto autoral y  eso que vibra en las voces de la calle. En La casa de Bernarda Alba, a puertas cerradas por el luto, conviven una viuda y sus cinco hijas más la abuela y dos criadas, la Poncia (Andrea Bonelli) y otra a quien el patriarca solía levantarle las enaguas (Mimí Ardú).

Los hombres están afuera, con sus asuntos, y nunca aparecen salvo la mención del finado padre y de un festejante, Pepe el Romano, que quiere casarse con la mayor de las hijas, Angustias (Florencia Raggi), “la vieja” de 39 años y la más rica porque ha recibido una herencia. Pero, inquieto el Pepe y ante tanta oferta, a la vez seduce y se enamora de la menor, Adela, de 20 (contra todo pronóstico, bien el debut de Florencia Torrente). En el medio, Martirio, la fea (gran Valentina Bassi), acomplejada y celosa, que también lo ama y lo espía sin ninguna chance. Las otras dos, Magdalena (Martina Gusmán), masculina y aferrada al padre, y la callada Amelia (Lucrecia Blanco), toman partido por la frustración: la salida de la soltería de una, pone en cuestionamiento la impotencia de todas.

Si bien el personaje de Bernarda (Norma Pons) es el protagónico, ya no representa para nosotros la España atávica y autoritaria. Por eso, el público ríe ante sus órdenes más o menos obsoletas si se las toma al pie de la letra pero renovadas cuando su figura se contrapone con la de su propia madre María Josefa, la abuela desorbitada (genial Adriana Aizemberg), pura alegría de vivir. En contraste, ellas ponen en relieve dos maneras de pararse ante las pérdidas y las insatisfacciones, luto y color, el deber ser frente a las ganas y las pulsiones íntimas. Y si hoy los espectadores se permiten sonreír ante tanto bastón golpeando el piso, es porque saben que la libertad personal le ganó (le está ganando) la pulseada histórica a la represión contra las mujeres.

Pero lo que sí se ubica como nudo central es la tensión entre Angustias y Adela, la vieja y la joven, peleadas por tener el mismo hombre, rodeadas por la codicia mirona de las hermanas. Ese conflicto es el que pone por delante Muscari, el de la relación de las mujeres entre ellas y con el otro sexo y su posibilidad de amar y ser amadas. Es cierto que licuó el drama (él mismo utilizó el término “pasteurizar”) pero no lo banalizó sino que sintonizó otras coordenadas. Las mujeres que quieren y no pueden, que lo tienen todo pero están vacías, mujeres en la encerrona de no encontrar la puerta a esa felicidad que, todavía aseguran, les prometieron.

 

La casa de Bernarda Alba. Teatro Regina/Tsu (Santa Fe 1235). Producción Javier Faroni. Miércoles y jueves a las 20.30; viernes a las 21; sábados a las 20 y 22; domingo a las 20. Desde $ 150.

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