Llegar a la sala de cine, y que después de las colas de rigor, antes de la proyección de Los Fabelman, aparezca en pantalla el propio Steven Spielberg con un mensaje de agradecimiento a todos los presentes en la sala para ver su film más “personal” en una experiencia colectiva, en el modo que fue originalmente producido. La emoción de muchos espectadores comenzó en ese preciso momento: si uno de los directores de cine más importantes de todos los tiempos da las gracias de antemano a lo que vamos a ver, la certeza de que a partir de ese instante nada puede salir mal es inequívoca. No hay mejor plan de salida que ir al cine, es el subtexto tras las palabras de Spielberg, y tiene mucho que ver con lo que se verá.
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Un niño llamado Sammy Fabelman va con sus padres por primera vez al cine, a ver El espectáculo más grande del mundo, de Cecil B. DeMille, estrenada en 1952. Hay temor con la sala a oscuras y con lo que se verá. En la película hay un choque de trenes, y el pequeño Sammy siente una epifanía. Tanto es así que para la fiesta judía de Janucá su familia le regala un tren eléctrico, que es utilizado por Sammy una y otra vez para recrear lo que observó en la pantalla grande. Su mamá, una pianista amateur, entiende enseguida lo que pasó, y le regala a su hijo una cámara Súper 8 para que pueda recrear ese instante y mirarlo una y otra vez proyectado. La semilla acaba de ser plantada: desde ese momento Sammy mirará su vida a través de una pantalla.
Durante poco más de dos horas y media que se pasan rapidísimo, la primera sensación que se tiene al ver Los Fabelman es de ternura. Una ternura buscada adrede por Spielberg: no hay que ser un detective para darse cuenta que Sammy (encarnado por Mateo Zoryan de niño y por Gabriel LaBelle de adolescente) es un alter ego suyo, y que en la relación entre su papá (Paul Dano), su mamá (la gran Michelle Williams) y el mejor amigo de su papá (Seth Rogen) hay gato encerrado. La gran cuestión es que la forma en la que Spielberg cuenta la historia (su historia) posee el mismo tono revelador en toda la duración de la película. De esta manera, por poner un ejemplo sin revelar mucho por miedo a la maldición del spoiler, la subtrama del bullying que sufre Sammy en la secundaria californiana por ser el “nuevo” y el “judío” se resuelve con un final digno de una narración del período más clásico del cine de Hollywood. “La vida no es como en las películas”, le dice el chico más popular de la clase a Sammy. “OK, pero al final vos te quedaste con la chica”, es la respuesta final por parte del proyecto de director.
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Y también Spielberg cuenta todo de tal forma que no importa que es verdad y que es una adaptación en donde aísla fragmentos de su vida para contarlos según le conviene o según lo haya inventado. No importa si el encuentro entre Sammy y el genial John Ford (interpretado por un inolvidable David Lynch) existió o no: si importa la enseñanza que el joven se lleva de ese diálogo. “Cuando la leyenda se convierte en hecho, imprime la leyenda” se dice en El hombre que mató a Liberty Balance, una de las películas de Ford que marcó la educación sentimental de Sammy / Steven, según se puede ver en Los Fabelman. Sin ningún lugar a dudas, el director de E.T.: El extraterrestre decidió hacerle caso a Ford y alimentar al mito. Al fin y al cabo, de eso se trata el mejor cine: el que nos marcó, el que miles de veces se dio por muerto y enterrado y que, sin embargo, le planta batalla a todo y sobrevive estoico, dispuesto a que aparezca por primera vez un niño y se fascine con un espectacular choque de trenes proyectado en una pantalla enorme, en una sala a oscuras.