Mi hijo no asiste a una escuela especial, pero está entre “esos chicos” que no se dejan el barbijo. “Esos chicos” y los otros chicos, los neurotípicos, hoy vivieron un día muy triste. Hubo niños de todas las edades que hoy se largaron a llorar de impotencia frente a la noticia. Probablemente nunca -ni en el anterior cierre ni hasta muy avanzado el año- tuvimos este miedo.
Esta sensación de revivir el trauma que creímos superar. En marzo, vimos a nuestros hijos sonreír al entrar al colegio y nos olvidamos de los daños de las trompadas que nos dio el 2020. Claro, cuando todo empezó, amasamos masa madre, hicimos burbujas, plantamos huertas, jugamos con nuestros hijos, hicimos malabares para laburar. Muchos se divorciaron; otros, estuvieron a un pelín. Otros, perdieron a sus seres amados.
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Nos agotamos de resistir cuando aún la cantidad de casos no era una alarma roja. Nos bajoneamos, pedimos la toalla para bajarnos del ring, pero nadie nos escuchó. Ahora, nos suben de nuevo ahí, con nuestros nenes. Lo que más queremos en el mundo. Sin la escuela, que es el pilar de sus vidas. Sin estadísticas que le den coherencia a la medida. Sin fuerzas. Estresados al mango.
Pero esta vez, no vamos a amasar masa madre. No vamos a «jugar a la maestra«. Vamos a luchar para que el gobierno de Alberto Fernández nos escuche. Para que nos tire la toalla. Para que gestione la pandemia en base a datos estadísticos ciertos, no haciendo la cruel excepción de que sean las escuelas y los shoppings las dos actividades cerradas en el día. Es mentira, Alberto Fernández, que nos sacamos el barbijo cuando vamos a retirar los nenes. Las escuelas los reciben y no nos dejan entrar. Hay escuelas públicas a las que no les funciona el termómetro, a las que no les llegó alcohol. Pero eso se remedia con gestión.